domingo, 12 de mayo de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 03

2.       PINCHAÚVAS

Debo aclarar al lector perplejo que, en aquel prometedor entonces, el grueso de mis amigos y conocidos, que eran muchos y muy impertinentes, daban en denominarme recurriendo al uso y abuso de apodos, de los cuales el más duradero y el que más placer les dispensaba a sus órganos fonadores, fue el de Pinchaúvas, de genealogía imprecisa, pues no he logrado esclarecer su origen ni sus motivaciones etimológicas referidas a mi caso. Puedo decir incluso que he sido una persona que ha tenido más alias que todos los internos de la prisión de Torrero juntos, pues casi nunca hicieron uso de mi nombre de pila, al que sustituyeron por otros que nada tenían que ver con él, aunque sí conmigo y que solían ser ingeniosos y risibles, malintencionados y chocantes, si bien, a excepción del de Pinchaúvas, fueron aves de paso, remoquetes de una sola temporada, motes efímeros.

Mi carácter rastrero y rencoroso permite que los recuerde todos, haciendo que casi haya olvidado mi auténtico nombre, si auténtico puede llamarse al que figura en el Documento Nacional de Identidad, nombre que, por otra parte juzgo irrelevante decir aquí.El más temprano de mis motes, data de cuando yo era un niño enclenque y raquítico, al que la Seguridad Social facilitaba unas preciosas cápsulas de colorines con todas las vitaminas del abecedario, por ver si hacía medrar a un español como es debido, con la talla y peso adecuados para servir y dar lustre al glorioso Estado que, iba a decir nos amamantaba, pero con lo masculino que era entonces el Estado Español, más propio será decir que nos apapantaba. Bueno pues, ni por esas, ni con todos los minerales de la Geología incorporados a mi magra dieta, se lograba que me diferenciara de una sardina en posición vertical. Yo iba todos los días a las Escuelas Nacionales con una mugrienta cartera más grande que yo, cuyo interior parecía el del Arca de Noé y, entre la caja del grillo y el tarro de los renacuajos, viajaba el frasquito de las cápsulas. A media mañana, desayunábamos en la escuela un vaso de leche en polvo, obsequio de los yanquis al Caudillo por su indesmayable lucha contra el comunismo, y yo me tomaba una de las cápsulas con ánimo de ponerme hecho un Maciste. Esto despertaba la envidia de mis compañeros, que no eran objeto de prescripción facultativa, por ser menos endebles, y no podían deglutir las vistosas cápsulas a las que yo atribuía el sabor de las más deliciosas golosinas. Su rencor les llevó a llamarme “Pildoritas”.

 
Un poco más adelante, un desgraciado incidente me premió con el poco honroso mote de “Cagamanturrio”, que en la pequeña y bella ciudad donde nací y habitaba, sería entendido como apocado y cobardica.

Hubo una colecta para el Domund y, en un cartel que pusieron en la clase, se veía un niño desnutrido como yo, pero negrito él, y debajo podíamos leer (los que sabíamos): “DAD DE COMER AL HAMBRIENTO”. Un gamberrote que pululaba por la clase, haciendo muescas en los pupitres y mellando los dientes de sus condiscípulos a cabezazos, escribió debajo: “Que le dé el hobispo, que está más farto”, lo cual visto por don Eusebio, el paciente maestro que a mojicones nos desasnaba, le hizo montar en cólera y prometer bíblicos castigos al culpable. Sus toscas pesquisas no dieron fruto, pues nadie se atrevió a delatar al hotentote que había profanado el cartel. Así que optó por dejarnos sin recreo durante el resto del curso.

Pero he aquí que, tras quince días sin bajar a jugar a las chapas ni a las canicas al patio, cayó una nevada, tan fuera de temporada, que nos hacían los ojos chiribitas pensando en los bolazos que estábamos desperdiciando, así que nos reblandecimos y, comoquiera que yo era el más simple de todos, me convencieron para que fuera, antes de entrar, a aplacar la ira terrible de don Eusebio, cosa que para mi desgracia hice. Entré aterrado en el pasillo y dije:

-Don Esuebio, yo sé quien ha sido.

-¿Quién ha sido quién?

-El que escribió en el cartel. Fue Zaborras, pero no le diga a nadie que se lo he dicho yo.

Cinco minutos después, al tal Zaborras le cayó una tunda de palos que de poco lo baldan y ese día, los demás salimos al recreo, aunque la nieve ya casi se había deshecho. Zaborras, no. El se quedó de rodillas cara a la pared, sosteniendo una moneda de dos reales con la nariz contra el tabique.

 
Dado que los mamporros que prodigaba el bueno de Zaborras tenían, entre otros efectos, el de hacerlo muy popular, pues es sabido que cualquier sociedad admira, más o menos de tapadillo, a los maltratadores, me entró un pánico cerval de que pudiera enterarse de quién había colaborado con su juez y verdugo y así estuve una larga temporada sin aparecer por la escuela, aun hoy me pregunto si fue el miedo el que me hizo coger las paperas, pero de cara a mis compañeros, la deserción fue la clave para llamarme “Cagamanturrio” a partir de entonces.
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario