domingo, 30 de junio de 2013

Fotografiando Puertas Pintorescas En Monzón

Vuelvo con la fijación por fotografiar puertas cerradas. Son fáciles de encuadrar y siempre parecen poner a salvo un misterio encerrado en un recinto, en un patio o en un almacén. Esta vez el paseo me ha llevado por el casco viejo de Monzón. De Montsó, Monte Sonoro, el sonoro silencio tras las puertas que clausuran un mayor o menor abandono. La parte antigua está algo degradada y escasean los portales que puedan considerarse de valor artístico, pero no es eso lo que me interesa esta vez. Me dedico a buscar muestras pintorescas, con ese exotismo invisible de lo cercano. La primera que encuentro es la Puerta Verde, aquella de la célebre canción de los sesenta:

“Otra noche más que no duermo,
otra noche más que se pierde,
¿qué habrá tras esa puerta verde?

 Suena alegremente un piano viejo
tras la puerta verde,
todos ríen y no sé qué pasa
tras la puerta verde,
no descansaré hasta saber qué hay
tras la puerta verde.

Toqué y cuando contestaron
dije: aquí a mí me llamaron.
Risas y enseguida me echaron.

Sólo pude ver que mucha gente allí se divertía
y que entre tanto humo todo allí se confundía.
Yo quisiera estar al otro lado de la puerta verde.

 Otra noche más que no duermo,
otra noche más que se pierde,
¿qué habrá tras esa puerta verde?,
¿qué habrá tras esa puerta verde?,
¿qué habrá?”

Los grafiteros, dados infatigablemente a emporcar toda superficie visible del pueblo, aquí han tenido un inusual acierto al poner este corazón estarcido en rosa sobre la puerta que, así, queda curiosamente decorada.

 
Aquí topé con otra misteriosa puerta verde con restos de azulete en el dintel. La parte baja del umbral está muy estropeada, aunque precisamente eso le añade encanto.

 
Uno encuentra un punto de desconfianza cuando es sorprendido en una actividad tan friki como la de andar fotografiando puertas. La reticencia de los dueños es notoria: piensan que eres un enviado del ayuntamiento (?) con la misión de certificar que aquello está en ruinas o algo parecido.
 
 
Otros propietarios o vecinos te hacen saber que si vivieras allí no le encontrarías al asunto ese sabor tan típico. Es extraño ser un turista en tu propio pueblo.


 
Si bien la mayor parte pertenecen a propiedades clausuradas o en desuso, a veces una nota de color (azul, en este caso) asalta alegremente la retina proclamando que el local está vivo, es sede de algo activo.

 
Claro, también hay puertas grandiosas, con extensas cristaleras, que proclaman su actualidad como la de este moderno polideportivo: no todo iba a ser tipismo rural.

 
De todas formas, cuando empecé esta entrada, era consciente de que había una puerta que no me podía dejar, porque es la que todo el mundo espera ver en relación con Monzón: vaya pues aquí la entrada del palacio de los Luzán.  
 
 

 

jueves, 27 de junio de 2013

La Conjura De Los Necios - John Kennedy Toole

Comentar este libro me permite introducir una expresión que aún no he utilizado en este blog: es el descojono. Un continuo y majestuoso descojono. Vale más que diga ya que el nivel de objetividad de la presente reseña va a estar por los suelos: estoy hablando de mi biblia, mi libro sagrado, mi guía personal y espiritual, el texto que releo cuando mis constantes vitales flaquean, cuando mis biorritmos están bajos, cuando la rueda de la Fortuna me arrastra a los más profundos abismos. El que sea un libro tan conocido (y apreciado) fortalece mi fe en la humanidad (lectora). Aun admitiendo que el mundo está falto de geometría y teología, ésta fue una buena inyección, un aporte decisivo.

La historia es bastante conocida (y triste en extremo). En 1969 John Kennedy Toole, el autor, un hombre joven que aún no ha cumplido los 32 años, sumido en una fulminante depresión, se suicida porque ningún editor ha querido publicar su libro. Él sabe que es una obra maestra en su género, sólo el Quijote, Tristram Shandy o Papeles Póstumos Del Club Pickwick han sentado precedentes de suficiente altura para esta novela monumental, que duerme casi 20 años en un cajón, antes de que la madre del autor vuelva a peregrinar por las editoriales y, zas, en 1980 se publica "La Conjura De Los Necios" (A Confederacy of Dunces) en Estados Unidos, ganando el Pulitzer al año siguiente y consiguiendo en todo el mundo un reconocimiento y una popularidad extraordinarios. Es posible que antes no, pero en los ochenta la sociedad ya estuviera preparada para soportar la originalidad y la grandeza de la concepción del mundo de Ignatius Reilly, protagonista de la novela y uno de los personajes de ficción con más poderío de la historia de la literatura.

 
¿Qué hace tan especial esta novela? Una lectura superficial puede confundirla con una colección de anécdotas graciosas y disparatadas, sin mucha coherencia ni excesiva sustancia. Por fortuna hay pocos lectores que no perciben la majestuosidad de Ignatius, la coherencia de su visión del mundo moderno y el redondo, cumplido, acabado conjunto de sus peripecias en un mecanismo narrativo con una sincronización perfecta y una pasmosa interconexión que no deja un cabo suelto, que no da una sola puntada sin hilo. Si nos atenemos únicamente a la narración de aventuras, es asombrosa: ha sido construido y levantado ante nuestros ojos un cosmos a escala, donde todo se relaciona con todo, personajes y acciones se explican y se complementan de manera recíproca en una creación en la que todo lo que ocurre es necesario, ni un solo personaje o detalle es contingente, casual o superfluo. El mundo es completamente explicado, azar y necesidad bailan la danza de las esferas, pura teología y geometría.

Por otro lado está el personaje de Ignatius: al sinsentido y al despropósito impuestos por la mentalidad social moderna que ahorma la realidad con esa aberración llamada sentido común, opone su despropósito y su sinsentido original, personal… Su derrota será la derrota del individuo capaz de enfocar las cosas con un criterio propio. Claro, hay que admitir que está loco, que es un egoísta y un irresponsable y que sus acciones, aun guiadas por el buen gusto y la decencia, tienen consecuencias catastróficas; pero el fracaso de Ignatius nos da más pena que risa, porque nos apercibimos de que el mundo, el poder, la sociedad o como queramos llamarlo, siempre triunfa imponiéndose y sojuzgando la personal locura de cada uno de nosotros.

Los demás personajes constituyen un muestrario de novedosos arquetipos, recién creados para iluminar nuestro tiempo: el sufrido y tenaz patrullero Mancuso, la senil pero lúcida señorita Trixie, Darlene, la bobalicona “bailarina exótica” de buen corazón, la codiciosa y astuta Lana, Jones, tan improductivo como íntegro, el venenoso matrimonio Levy… en fin un variopinto elenco, cuya vivacidad permite construir muchas historias dentro de la historia.

 
Cabría distinguir cuatro partes en la trama de esta curiosa y disparatada odisea. En la primera conocemos a Ignatius y a su madre. Un fortuito intento de detención de aquél da lugar a una primera catástrofe: su madre, que bebe siempre que tiene necesidad de reponerse, destroza con su coche la fachada de un edificio y, dado que está harta del inmaduro y exigente Ignatius, lo empuja a buscar un trabajo para poder pagar los desperfectos causados. En la segunda, Ignatius trabaja en Levy Pants, una empresa textil, donde su entusiasmo, su vagancia y su temeridad redentora se combinan para desencadenar una segunda catástrofe de resultas de la cual, es despedido. La tercera parte nos lo muestra como vendedor ambulante y consumidor compulsivo de salchichas Paraíso, embarcándose en otra cruzada delirante que precipitará un final apoteósico. La cuarta parte detalla minuciosamente las consecuencias de este final para todos y cada uno de los personajes del maravilloso y complejo retablo. Hay un feísmo muy deliberado en la descripción de ambientes: la mohosa y maloliente habitación de Ignatius en una casa pequeña y sucia, donde la pelusa se acumula en esferas de regular tamaño, el mugriento y oscuro local del Noche de Alegría, un club de alterne de mala muerte, donde una acción paralela a las andanzas de Ignatius convergerá con éstas, dando lugar a espeluznantes resultados.

 
Siempre que hay acción o diálogos, el autor intercala brevísimas descripciones, como relámpagos que, por acumulación, nos iluminan y detallan de modo incesante las escenas y los personajes. Esto se hace usando un tono, a la vez, sarcástico y misericordioso. Esta simpatía del autor se transmite al lector que disculpa o comprende sin dificultad todas las humanas miserias que desfilan, con tremenda crudeza y corrosivo humor, ante sus ojos. El cóctel de acidez y compasión da un tono inigualable al relato. La descripción acumulativa de Ignatius, con su estrafalario atuendo, sus gaseosos percances digestivos y su tamaño monumental, se completa con el discurso de sus escritos: asistimos a una exposición, en primera persona, de una visión totalizadora del cosmos, llena de nostalgia medieval, militante contra los horrores del mundo moderno y guiada por el buen gusto y la decencia, aunque incorpora chapuceras martingalas psicologistas, con las que Ignatius sesga los vulgares hechos, justificándose como el sujeto intachable que es.

He dejado para el final la revelación más pasmosa: en realidad es una novela de amor. Hay una estrafalaria y aguerrida Dulcinea en la vida de Ignatius. Más que una Dulcinea, puesto que al final su presencia real rescata a Ignatius, que huye con ella de Nueva Orleans a Nueva York y evita así su internamiento en el Hospital de Caridad, donde le esperaban las mangueras de agua fría y las corrientes. Myrna Minkoff la “novia” de Ignatius es su contrapunto: una guerrillera militante de todas las causas sociales, que considera a Ignatius un reaccionario. El amor/odio de Ignatius por esta “mozuela desvergonzada a la que habría que azotar hasta hacerla sangrar” es la fuerza motriz que impulsa todas y cada una de sus hazañas. Los dos lo ignoran, pero están enamorados. Es una lástima que la prematura muerte del autor, nos privara de una sabrosísima y casi inevitable segunda parte de las andanzas de esta cataclísmica pareja. La primera parte transcurre en Nueva Orleans. La bola de cristal me dice que la segunda hubiera transcurrido en Nueva York, ciudad que hubiera propiciado catástrofes de dimensiones aún mayores. Pena.

 
Una estatua de Ignatius Reilly puede verse hoy en el bloque 800 de la calle Canal, en Nueva Orleans, en el antiguo emplazamiento de los almacenes D. H. Holmes, que es donde comienza la acción narrada en el libro. Debería emprender algún día yo, una peregrinación hasta ese sagrado lugar.

    

miércoles, 26 de junio de 2013

Ahora no, Fernando

Si tienes un hijo (o más de uno) y has notado en él (o en ellos) un comportamiento extraño últimamente, tal vez debieras echarle un vistazo a este cuento.

¿Son los niños tan pesados e inoportunos? ¿Somos los padres tan negligentes en la atención que les prestamos? Las preguntas del millón. ¿Han sido reemplazados por monstruos todos aquellos que no fueron atendidos o escuchados de pequeños?

Yo he visto esta transformación en algunas criaturas engullidas y suplantadas por un monstruo al que sus padres no parecen distinguir del niño que le sirvió de alimento. Vemos a menudo con lucidez esta transformación en los hijos de los demás, nunca en los propios.

¿Hay niños devorados por monstruos por un exceso de atención, por ser demasiado escuchados? Es dudoso, pero no desdeñable.

¿Y cuándo nos hemos convertido tú y yo en monstruos?

Ahora no, Fernando (Not now, Bernard), escrito e ilustrado por David McKee en 1980, es uno de los más inquietantes libros para niños de 6 ó 7 años que yo haya tenido capacidad para leer. Y es que nunca sé como tomármelo. En España fue publicado en Altea Benjamín en 1984. Corre a ver si puedes conseguir uno y regálaselo al primer niño que se cruce en tu camino. O mejor, a sus padres. Tal vez estés aún a tiempo de salvar una vida.













 

Impresionante, ¿no? Pues ahora te chupas la versión original en inglés.
 
 
 
 

lunes, 24 de junio de 2013

Georges Moustaki - Les Marchands

Dice el refrán que más vale tarde que nunca. Hoy hace un mes y un día que falleció uno de los faros, una de las tempranas referencias en la educación ética, estética y sentimental de nuestra primera juventud. No quisiera darlo a mi propio olvido, sin derramar alguna tardía lagrimita por esta figura entrañable, ácrata y cariñosa que, con una guitarra de palo, nos legó un memorable ramillete de canciones que, allá por los primeros setenta, forjaron una determinada sensibilidad en nuestra generación.

Georges Moustaki nace en Alejandría en 1934, es curioso que, cuando llega a mis oídos, aún no ha cumplido los cuarenta años y, sin embargo, siempre lo vi como una figura muy mayor, una especie de abuelete bondadoso e inocente, un tutor salido de unas generaciones anteriores, un guía espiritual viejo y sabio. Era una imagen desproporcionada, aunque barbudo y canoso, no era lo bastante añoso como para atribuirle la figura de un gurú de vuelta ya de todo, pero su solemnidad sentenciosa coadyuvaba con esa imagen. Tuvo su relámpago de popularidad con la canción “Le Métèque” y, a finales de los 70, cuando la estrella de los cantautores comenzó a declinar, desapareció de mi horizonte y no supe ni indagué más de él, hasta hace unos pocos años que tuve la suerte de reencontrarlo. Se había pasado tres décadas tañendo la misma cuerda, cada vez más nostálgica y desencantada, no exenta de buenos temas (“Il Faut Voyager”), de autocrítica (“On Est Tous Des Pedés”), o de búsqueda de influencias en otras culturas musicales, del Mediterráneo al Brasil, pasando por el Caribe, sin dejar de ser él mismo, un viejo hippie anarquista, concienciado de que el mundo había sido y podía volver a ser un lugar más grato y mejor. Se ha ido para siempre, pero nos ha dejado un legado de concienzuda ingenuidad. Recuerdo una tradición judía relatada por Borges, que establece que hay en cada momento y generación diez hombres justos e íntegros que son la salvaguardia del mundo: en atención a ellos, Dios se abstiene de destruirlo y precipitar el Armagedón o fin de los tiempos. Puede que, muerto Moustaki, sólo queden nueve.

Escucho y traduzco esta breve y bonita canción en la que asoma un tema recurrente en Moustaki: el de una Edad de Oro pasada, en la que nuestro mundo todavía no se había corrompido y echado a perder. Qué majo.
 

 Georges Moustaki
 
LES MARCHANDS

Il y avait des bois et des champs
Les fruits poussaient spontanément
Et les fleuves étaient transparents
Avant que viennent les marchands
La terre aimait bien ses enfants
Et la nuit berçait les amants
On faisait l'amour tendrement
Avant que viennent les marchands
On travaillait tout doucement
On se reposait très souvent
On allait en tapis Volant
Visiter les pays d'Orient
Le désert était encore blanc
Avant que viennent les marchands
On était tous les fils du vent
Et les chiens n'étaient pas méchants
On pouvait rêver librement
Avant que viennent les marchands
On travaillait tout doucement
On se reposait très souvent
On vivait le reste du temps.

Georges Moustaki en 1972
LOS MERCADERES
 
Había bosques y campos
donde los frutos crecían espontáneamente
y los ríos eran transparentes
antes de que vinieran los mercaderes.
La tierra quería bien a sus niños
y la noche mecía a los amantes
se hacía el amor tiernamente
antes de que vinieran los mercaderes.
Se trabajaba muy pausadamente
y se descansaba con mucha frecuencia.
Se iba en alfombras voladoras
a visitar los países de Oriente
el desierto era todavía blanco
antes de que vinieran los mercaderes.
Todos éramos hijos del viento
y los perros no eran peligrosos
se podía soñar en libertad
antes de que vinieran los mercaderes.
Se trabajaba muy pausadamente
y se descansaba con mucha frecuencia.
El resto del tiempo lo dedicábamos a vivir.


viernes, 21 de junio de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 06

Mi padre futuro, un vivillo sin suerte, contaba con heredar de su suegro, así que éste palmara o se jubilara, la cómoda y segura plaza de sepulturero. Se debía de decir para sus adentros: “Si me caso con Anacleta, mi suegro se preocupará de dejarle con qué comer, pues yo no tengo oficio ni beneficio. Lo más seguro es que me recomiende al obispo para que me dejen quedarme a cargo del cementerio. Qué joder. Dos o tres entierros a la semana son bien poco trabajo y, si dan para vivir, no creo que me resulte tan deprimente”.

¿Estaría mi padre enamorado de mi futura madre o se trató de un casorio por interés? Lo primero, sencillamente, no puedo creerlo y menos a juzgar por el posterior desarrollo de su relación, en cuanto a lo segundo, le salió el tiro por la culata. La recomendación de mi abuelo Jeremías fue apasionada y poderosa, pero no tanto como para hacer que el señor obispo no se informara de quién era el aspirante, y he aquí lo que descubrió: que se trataba de un tipo llamado Emeterio Gómez Suela, que había llegado a Jaca hacía cuatro meses y medio, nadie sabía de dónde ni a qué, que se había casado con la joven Anacleta Quino Magallón, hija legítima del sepulturero del municipio, enterrador y encargado del mantenimiento del cementerio, Jeremías Quino Perante, viudo y con tres hijos más, varones, mayores y cabezas de familia, los cuales se opusieron con aspereza al matrimonio de Anacleta con el forastero, matrimonio que se celebró de todas maneras, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, del año 1944. Que el tal Emeterio, lejos de ser piadoso, pisaba muy raras veces una iglesia (y todas ellas habían sido con motivo de su boda). Que por tanto no cumplía el precepto dominical, nadie le había escuchado en confesión ni se le había visto comulgar, ni en la catedral ni en parroquia alguna.

 
Desconocedor del rito católico, único verdadero en aquella época, y de las funciones de enterrador, sepulturero o cualesquiera similares, lo que acabó de hundir al candidato, fueron las nuevas que llegaron a oídos del señor obispo, acerca de las cotidianas peregrinaciones de Emeterio por los numerosos bares de la ciudad, en las que se entregaba a infatigables libaciones, trasegando enormes cantidades de vino blanco, tinto y clarete, así como innumerables cañas de cerveza y, si conseguía con artes de camandulero que le ampliaran el crédito o que le invitaran, vermut de garrafa o Anís Del Mono. A propósito de éste último, siempre hacía el mismo chiste: “¿Quieres que guardemos la etiqueta pa cuando te hagas el carné de identidad?” Era bienhumorado pues, mas era notoria la circunstancia de que, hallándose enajenado por los vapores etílicos, daba en blasfemar, entonar canciones soeces, jactarse de ser rojo anarquista, para llegar invariablemente a exponer que era su obligación inexcusable como revolucionario de ideas avanzadas, capar a los curas y follarse a las monjas. Aunque, si iba muy borracho o encendido, se trafucaba y hablaba de capar a las monjas y follarse a los curas. En este punto los guardias civiles solían retirar al orador de la palestra y llevarlo a pasar la noche al cuartelillo, cosa que a mi futuro padre le venía muy bien, pues hasta que se casó no tuvo que pagar pensión y, por otra parte, hizo muy buenas amistades entre los números de la Guardia Civil, a quienes aleccionaba en el dificilísimo arte de hacer trampas jugando al dominó, en partidas que duraban buena parte de la noche y en las que obtenía las ganancias para seguir bebiendo al día siguiente.

 
Con estos precedentes no es de extrañar que el señor obispo dijera al bueno del abuelo Jeremías que se pusiera al yerno en conserva. Pero tanto porfió en rogar el buen viejo que obtuvo, a cambio, el puesto de mujer de faenas en el palacio episcopal para su hija Anacleta. De las faenas domésticas que mi madre hacía, en el palacio del señor obispo y en otras muy principales casas de la ciudad de Jaca, vivió mi familia, desde que jubilaron al abuelo Jeremías y pusieron de sepulturero a un excombatiente jorobado que era sobrino del obispo de San Sebastián, o tal vez hijo de su barragana, como decían las malas lenguas.

Mi madre logró sacar adelante, fregando con vocacional tesón, a una familia compuesta de un anciano improvidente, un marido improductivo y dos hijos, que vinieron al mundo sin pan ni nada debajo del brazo; uno de ellos primogénito y querido, al año escaso del matrimonio; el otro, fruto de un descuido imperdonable, seis años más tarde. De nada le valieron a mi madre las burdas triquiñuelas al uso, que urdió con una voluminosa pera hueca de goma unida a un tubo rígido, con la aspiración de abortar a su segundo hijo: en el único acto de fuerza de voluntad obstinada que se me recuerda, vine al mundo contra viento y marea, una destemplada y nubosa mañana de febrero del año de gracia y desgracias de 1952, en la pequeña ciudad episcopal, y me bautizaron con el poco premonitorio nombre de Teófilo, desafortunado lance, porque abandoné mis creencias religiosas en el umbral de los once años, leyendo, en el retrete del instituto, el diálogo entre un sacerdote y un moribundo del divino marqués de Sade, libro prohibidísimo entonces y que no sé de donde saqué ni dónde lo tengo ahora.
 

jueves, 20 de junio de 2013

Juntos - Lukas Moodysson (Adiós A La Familia Tradicional)

Acabo de darme el placer de ver “Juntos”. Con guion y dirección de Lukas Moodysson, esta sorprendente película sueca del año 2000 empieza como nuestra Transición, con la frase “Franco ha muerto” y la euforia que a continuación se desata. La ficción se sitúa, pues, en Estocolmo en 1975 y vamos a asistir a los avatares cómicos y dramáticos, tiernos y escandalosos, hipócritas y sinceros, de una comuna hippie donde conviven varios adultos jóvenes, esforzándose por superar las contradicciones y carencias de la periclitada familia burguesa convencional, de la obsoleta moral patriarcal judeocristiana y de todo tipo de imposiciones, discriminaciones, cadenas y condenas.

El problema que surge cuando se trata de superar un modelo caduco y opresivo no es tanto romper con él y dejarlo atrás, sino establecer un paradigma de relaciones que mejoren la experiencia vital de todos los sujetos implicados. Y esto ya es otro cantar. La película de Moodysson analiza el tema sin prejuicios, sin tapujos y con una sutileza que se tiene oportunidad de ver en muy contadas ocasiones.

La primera trampa que elude es la del maniqueísmo, también evita el compromiso y comienza a narrar material muy sensible sin enjuiciar: Elisabeth es un ama de casa con dos hijos, Stefan y Eva, un niño y una preadolescente. Abandona su hogar porque su marido Rolf (encarnado por el actor Michael Nykvist, el protagonista masculino de la saga Millennium) es un borrachín y un maltratador y la ha golpeado. Elisabeth marcha en compañía de sus hijos a quedarse con su hermano Goran, idealista y alternativo, que vive en una comuna hippie radicada en un caserón de las afueras. El aterrizaje de la madre y sus dos criaturas en su nueva familia es antológico, el choque producido por la confrontación con un esquema de valores radicalmente contestatario es narrado desde los ojos de los niños y no tiene desperdicio.

 
La historia se desgrana en varios planos y niveles y funciona como un mecanismo de relojería. Por un lado Elisabeth es una persona convencional que ansía liberarse de las secuelas de su relación matrimonial traumática, haciendo el esfuerzo de adaptarse a esquemas de conducta rompedores. Por otro lado los miembros de la comuna no acaban de hacer honor a su nombre “Tillsammans” (Juntos) y el elenco de individualidades abarca desde naturistas, pasando por activistas políticos o simples inconformistas, hasta personas en busca de una identidad sexual… y al frente, que no al mando, está el inefable Goran. Éste y Lena forman una pareja pretendidamente abierta y liberada, que ha superado los viejos clichés burgueses de la exclusividad afectiva y la posesión, pero en “Juntos” casi nada es lo que parece.

Eva no quiere ni mirar
Para acabarla de liar, el impresentable Rolf, el marido abusón, echa de menos a su mujer y a sus hijos y, animado por un cliente al que presta servicios de fontanería, decide emprender un cambio de hábitos para recuperar a los suyos. Su cliente y amigo se pone a sí mismo como ejemplo de la estupidez de caer en una angustiosa y vacía soledad: el pobre estropea los desagües para que Rolf venga a repararlos y así poder hablar con alguien.

Las presentaciones
Stefan y Eva, los hijos, miran con la misma dureza a su padre, ebrio y violento, que a la comuna que, para ellos, tiene unos valores despreciables, está sumida en el desorden y carece de las cosas más elementales: perritos calientes, televisión, normas aceptables… Pero a lo largo de la película irán pasando del menosprecio a una comprensión de mayor riqueza y madurez. 

Goran
Capítulo aparte merece la iniciación sentimental de Eva con un rarito niño, hijo de unos vecinos que denigran y espían a la comuna, iniciación que opera un cambio en la difícil vida de ambos, ayudándoles a superar la marginación y a recuperar su autoestima. Esto me permite abordar precisamente el punto clave de esta sensacional comedia, que no es otro que la complicidad, la compasión con la que el autor mira desde la cámara. Moodysson podría mirar con condescendencia a sus ridículos, abatidos y atormentados personajes o sentir lástima por ellos, pero no hace ni una cosa ni otra y es esa mirada, cargada de empatía, la que los redime a casi todos y la que convierte unas vivencias, a mitad de camino entre lo grotesco y lo melodramático, en una experiencia humana entrañable, coronada por el paraíso de un partido de fútbol familiar en el jardín y es que “a todo el mundo le gusta el fútbol”.    

Elisabeth magullada
Una producción decididamente cutre, entre el telefilme de sobremesa y el vídeo casero, con planos donde se usa el zoom para singularizar los personajes y una fotografía que subraya colores primarios, vivaces o chillones, son factores que juegan, de forma simple y eficaz, a favor de la película, dándole un aire doméstico, íntimo y creíble, que recrea aquella época setentera con más aciertos que medios: la furgoneta de Goran es aquí el icono emblemático. En general me ha dado la impresión de que no hay nada superfluo o gratuito ni en el aspecto formal o material de la película, ni en su guion, ni en su montaje. Entre eso y la deliciosa “S.O.S” de Abba como leit-motiv en un buen combinado de músicas de la época, nada chirría en este frágil y afinadísimo mecanismo que pretende (y consigue) transmitir espontaneidad, frescura y naturalidad. A cualquiera, desde seguidores de monseñor Escrivá de Balaguer, hasta devotos del mas libertario credo anarquista, esta película puede servirles para acrecentar su sintonía con el mundo y su… ¿Tolerancia? Yo que sé.

“No pienso discutir a quién le toca fregar los platos. ¡Fregar es de burgueses!”
  
Rolf, ruina de padre
 
 
 



miércoles, 19 de junio de 2013

Balsas De Riego En Las Proximidades De Monzón

Un recuerdo de mi primera juventud en Monzón viene asociado con un amigo de aquella época, un chico galante y apuesto, apasionado artesano del requiebro y cultivador paciente y minucioso de las amistades femeninas. Un tipo bastante ligón, vaya.

Balsa pequeña del Adamil en otoño
Tenía mi amigo una Vespa algo achacosa y guardaba en ella una manta plegada. La idea era llevar al campo, a la luz de la luna, a alguna joven dama con la que pasar unos tiernos momentos en soledad compartida. Su destino favorito era “el lago”. Estaba entonces de moda un grupo entre que flamenco, progresivo y místico llamado Triana que, con mucho sentimiento, cantaban “ayer tarde al lago fui / con la intensión de conoser / algo nuevo. / Nos reunimos allí / y todo comensó a surgir / como un sueño”. Precioso. Luego mi colega se quejaba de que los mosquitos le habían picado en el culo y la envidia nos mortificaba. Si bajo la luz de la luna reflejada en el lago, los mosquitos te pican allí, es que estás ocupado en algo interesante.
Balsa grande del Adamil
El caso es que yo ignoraba y sigo ignorando que, en los alrededores de Monzón, hubiera algo que pudiera ser denominado “lago”. Algunos años después, aficionado ya a los largos paseos, conocí el lugar idealizado por la fantasía bucólica de mi amigo. Era una balsa de riego en la finca de “el Adamil”. Acabáramos, pensé, este está como aquél de los molinos confundidos con gigantes y los rebaños de ovejas con ejércitos, solo que en romántico.

Balsa grande del Adamil destellando al sol
Una observación más detallada ha corregido mi error de apreciación. Si bien no son lagos, pueden ser lugares muy hermosos, márgenes casi idílicos. Allí entre sombras y reflejos, o bien con los destellos arrancados al sol por el viento en la superficie de aguas de transparencia inesperada, nos topamos con rincones que tal vez ablanden el corazón de alguna joven influenciable, proclive a las ensoñaciones sentimentales que estos paisajes evocan.

Ahora solo necesito una Vespa y cuarenta años menos. Y que no haya mosquitos. No soporto los mosquitos.

Balsa en Selgua

Balsa en el pinar de Salas

Detalle del reflejo en la balsa del pinar de Salas

domingo, 16 de junio de 2013

¿Hay Cura Para La Desconfianza?

Según el diario El Mundo de fecha 14 de junio de 2013, los españoles somos víctimas de un permanente estado de ánimo: la desconfianza, tanto en la percepción que tenemos de nosotros mismos, como, en mayor grado aún, de la que tenemos de los demás convecinos, compatriotas, prójimos o como los queramos llamar. Rajoy se presenta en un libro hagiográfico con el lema “La confianza”, cosa que ha estado muy lejos de colar.  

De acuerdo con un estudio realizado, mediante entrevistas a una muestra de 15.000 europeos comunitarios, los españoles evalúan la percepción que tienen de su propia circunstancia vital y la confianza en sí mismos con un 6’7, superados por debajo solamente por checos (6’5) y polacos (6’2), todos los demás muestran más alta autoestima y mayor grado de satisfacción personal. Pero el dato que me ha conmovido y me ha llevado a escribir esta entrada es el de la puntuación que otorgamos a la confianza interpersonal, aquella que nos inspira la gente de nuestro alrededor. El dato es aterrador: 4’7 ni siquiera somos capaces de aprobar a nuestros conciudadanos. Esta vez, la cola la compartimos con Francia (4’6).

Una visión positiva de los demás
Sometido, como mis semejantes, a la feroz tiranía de la ilusión del yo, comparto sin ninguna duda esta siniestra percepción: instintivamente tiendo a pensar que vivo rodeado de un hatajo de sinvergüenzas, desaprensivos e incapaces. Necesito entonces de todas las energías de mi indomable racionalismo, para regresar al convencimiento de que esta nociva fantasía es un error tan extendido como inconsistente y absurdo. La experiencia diaria de la mayor parte de las personas bastaría para desmontarlo, antes siquiera de comenzar su análisis: en casi todas partes nos atienden como deben, nos consideran de acuerdo a nuestras expectativas y vemos respetar en suficiente grado las leyes que nos protegen.

No obstante es cierto que nuestra peculiaridad histórica y cultural de españoles nos hace ver con muchísima facilidad la evangélica mota en el ojo ajeno, ignorando la viga en el propio. Ayer me proveía yo de víveres en el Mercadona de mi pueblo, como suelo hacer los sábados y una joven señora departía muy sofocada con la reponedora: “Me podían haber dejado una nota en el parabrisas del coche, al fin y al cabo lo paga el seguro, pero no, llego al aparcamiento y me encuentro toda la puerta hundida y rayada. Ahora apáñatelas como puedas, qué poca vergüenza y es que la gente pasa de los otros como de la mierda, el arreglo nos va a costar un pico ¿y qué más le daba al que lo hizo haber puesto una simple nota con el número de teléfono?, desde luego es que hay gente sin escrúpulos…” He resumido esta perorata que le llevó sus buenos cinco minutos de indignación, durante los cuales acaparó el acceso a las cajas de tomates para ensalada, los manoseó todos uno a uno (sin el guante de plástico que provee el establecimiento para manipularlos), y se sirvió como si fuera la singular clienta capaz de escoger los mejores y descartar los menos apetitosos en beneficio de compradores poco exigentes.

Si piensas que esta anécdota relata un caso que no es sintomático, estaré en desacuerdo contigo, pues, preso de nuevo de la ilusión del yo, exploro mis numerosas contradicciones que son muchas y me veo sin dificultad, aplicando este doble rasero a todos los actos que no vigilo con especial precaución.

Recuerdo hace cuarenta años o más, una campaña publicitaria institucional, sí hija, sí, ya había de eso, con un eslogan: “Piense en los demás”, acogido con cuchufleta en aquel entonces por unos celtíberos que, ayer como hoy, considerábamos que pensar en los demás era superfluo, cuando no contraproducente.

Ah, y los europeos que mejor concepto tienen de sus congéneres, según el estudio, son los daneses (7’5). Malditos nórdicos, siempre tan correctos.

Si me viera así, me aceptaría
Terminaré apuntando dos ideas: una respecto a la validez de este tipo de estudios (éste parece presentarlo la fundación BBVA), que son muy entretenidos y útiles para los reporteros y los psicólogos en paro, pero valen poco o nada para extraer consecuencias sociológicas serias. Yo he sido sujeto de encuestas así y he contestado lo primero que me ha venido a la cabeza, lamento haber confundido a la ciencia con alguna impremeditada fantasía.

Por último debo señalar que, si los españoles no nos estimamos mucho los unos a los otros (y los aragoneses somos los más áridos, ásperos y distantes en el trato de todos los españoles), lo mismo les ocurre a los austríacos que, de acuerdo con los apasionantes libros del escritor Thomas Bernhard, son unos pervertidos cuya degeneración moral les hace capaces de todo; otro tanto les pasa a los ingleses e irlandeses, de acuerdo con los poderosos renglones de Jonathan Swift, y ya no digamos los norteamericanos, que son la peor ralea del género humano, si hemos de hacer caso de la apasionada obra de Mark Twain.

Aunque quizás se trate de algo mucho más simple y sólo somos una especie irredenta, una suerte de gorila lúbrico y feroz. A menudo me miro por dentro y veo eso.

Así vemos los españoles a los otros
  

viernes, 14 de junio de 2013

Polisse - Maïwenn (Las Pelis Policiacas Ya No Son Lo Que Eran)

Polisse (2011) fue rodada por la directora y actriz francesa Maïwenn Le Bresco, que la firma usando sólo su exótico nombre. Además de dirigir, esta señora, de una belleza meridional muy notable, se reserva en ella el papel de Melissa, fotógrafa y conciencia espectadora de lo que la pantalla nos va a echar encima. Que va a ser mucho, muy sincero, impactante y muy feo.

Anteriormente había tenido ocasión de conocer de manera muy breve y marginal a esta hermosa actriz en el papel turbador de cantante de ópera alienígena, una suerte de atractivo calamar que, con el nombre de diva Plavalaguna actúa en “El Quinto Elemento”, una película que, pese a sus defectos y excesos, también me gustó mucho.

 
“Polisse” finge un ratito que es un documental sobre la brigada de protección de menores de Paris norte. Asistimos a interesantes interrogatorios que nos van sumiendo en un vivo malestar. Hay una delgada línea roja que separa al padre o al abuelo excesivamente cariñoso, afectuoso o sobón, del genuino delincuente sexual, del pederasta, y es misión de un nutrido reparto coral de actores, metidos en la piel de policías bastante duros, ir desentrañando casos y casos de abusos de autoridad, abusos sexuales, violaciones y otras manifestaciones de brutalidad y torpeza. “La niña cuenta lo que quiere contar, eso es todo”… dice el primer acusado. Nos quedamos siempre con la incomodidad de no saber, compartimos con los apasionados e intolerantes policías, en todo momento, la oscura sospecha de estar removiendo lo más sucio e injustificable del fondo abismal de los actos humanos, pero ahí nos quedamos, no sabemos qué dirán los jueces, no hay seguimiento de los casos. Las secuencias se suceden vertiginosas, casi atropelladas; vemos a los policías en sus, más o menos desastrosas, vidas personales, afectadas por lo absorbente y sórdido de su trabajo; seguimos a los policías en sus, más o menos conflictivas, relaciones laborales, con los compañeros, con los superiores, siempre tan dados a enjabonar a los poderosos, con los detenidos, siempre tan dados a las evasivas y las justificaciones, “¿Papá te toca por encima o por debajo del pijama?”, los testigos son muy imprecisos claro, son niños.

 
La película tiene un punto de inflexión en una fiesta que lleva a los compañeros de la brigada a un disco-bar, donde la fotógrafa se enrolla con uno de los policías, Fred, como se veía venir, porque era el que la trataba con más aspereza. Toda esa larga escena rezuma una densa sensualidad y está muy lograda, pero a partir de ese momento la historia, sin llegar a languidecer, no acaba de evolucionar y reproduce más de lo ya visto, frustrando un poco la expectativa de ver una gran cinta y retornando, sin más, al tono de documental esbozado en un principio: un filme intenso y honrado, que no acaba de arriesgar, de mostrar la suficiente ambición para ser otra cosa, algo de cinco estrellas, como apuntaba su arrollador comienzo.

Así nos quedamos con una película muy irregular: los puntos a su favor se cristalizan en secuencias muy fuertes, de un realismo y una intensidad que aturden, los puntos en su contra señalan que la obra nunca termina de redondearse, de cuajar, y cae en ocasiones en lo convencional, en lo melodramático o en ambas cosas a la vez. Se inspira abiertamente en “La clase” de Laurent Cantet, a la que, a mi juicio, supera en bastantes aspectos, pese a tener defectos mucho más llamativos. Si se hubieran atrevido, hubieran podido titularla en español “La pulisía”.
 

Fred se queja de las fotos

 Vuelvo a señalar la notable seriedad del cine francés reflejando sin tapujos una compleja y difícil realidad social y sus extraños condicionantes multiculturales. Así asistimos, por ejemplo, al despellejamiento de un integrista musulmán que ha casado a su hija menor a la fuerza; pero produce cierta desazón, porque no se esgrimen razones contra el apestoso fanático, cuando el tipo dice a su interlocutora: ”¿no te da vergüenza? Vete a tu casa. Cuida de tus hijos y de tu marido”, la agente de policía interpelada con esta andanada de basura, para contradecirle, ¡recurre al Corán! Como si el librito de marras tuviera la última palabra, no solo en Irán, sino también en Francia. Un Estado moderno y laico (por poco tiempo, por lo que veo).
 

Fred y la fotógrafa se enrollan

Otro defecto que abarata un filme por otra parte muy sólido, es el súbito e inconsistente dramatismo de un final arbitrario y forzado. La directora podía haber tenido la suerte de cortar la película con la violenta discusión de Iris y Nadine, muy estresadas por motivos de trabajo, una escena con mucha garra, pero no tuvo esa fortuna. Así que el epílogo que viene después es, como mínimo, banal y gratuito en su atrocidad.

Iris Y Nadine, azote de pederastas
Por último señalaré otra pequeña inconsistencia: la fotografía es demasiado pulcra para un asunto tan sórdido. No quiero con esto decir que todas las películas que bajan al infierno de lo más horrendo que hay en lo humano, tengan que fotografiarse con el estilo abrasivo de “Ciudad de Dios”, pero “Polisse” parece, en ocasiones, un spot de Danone y no se lo merece. Poco más que añadir: como es francamente buena, ganó el premio del jurado en el festival de Cannes de 2011, pero no la vieron tan buena como para darle la Palma de Oro. A mí me ha gustado su acercamiento apasionado y honesto a un tema tan escabroso, tan invisible y tan presente.
 
Nadine, estresada, agrede a Iris