domingo, 16 de junio de 2013

¿Hay Cura Para La Desconfianza?

Según el diario El Mundo de fecha 14 de junio de 2013, los españoles somos víctimas de un permanente estado de ánimo: la desconfianza, tanto en la percepción que tenemos de nosotros mismos, como, en mayor grado aún, de la que tenemos de los demás convecinos, compatriotas, prójimos o como los queramos llamar. Rajoy se presenta en un libro hagiográfico con el lema “La confianza”, cosa que ha estado muy lejos de colar.  

De acuerdo con un estudio realizado, mediante entrevistas a una muestra de 15.000 europeos comunitarios, los españoles evalúan la percepción que tienen de su propia circunstancia vital y la confianza en sí mismos con un 6’7, superados por debajo solamente por checos (6’5) y polacos (6’2), todos los demás muestran más alta autoestima y mayor grado de satisfacción personal. Pero el dato que me ha conmovido y me ha llevado a escribir esta entrada es el de la puntuación que otorgamos a la confianza interpersonal, aquella que nos inspira la gente de nuestro alrededor. El dato es aterrador: 4’7 ni siquiera somos capaces de aprobar a nuestros conciudadanos. Esta vez, la cola la compartimos con Francia (4’6).

Una visión positiva de los demás
Sometido, como mis semejantes, a la feroz tiranía de la ilusión del yo, comparto sin ninguna duda esta siniestra percepción: instintivamente tiendo a pensar que vivo rodeado de un hatajo de sinvergüenzas, desaprensivos e incapaces. Necesito entonces de todas las energías de mi indomable racionalismo, para regresar al convencimiento de que esta nociva fantasía es un error tan extendido como inconsistente y absurdo. La experiencia diaria de la mayor parte de las personas bastaría para desmontarlo, antes siquiera de comenzar su análisis: en casi todas partes nos atienden como deben, nos consideran de acuerdo a nuestras expectativas y vemos respetar en suficiente grado las leyes que nos protegen.

No obstante es cierto que nuestra peculiaridad histórica y cultural de españoles nos hace ver con muchísima facilidad la evangélica mota en el ojo ajeno, ignorando la viga en el propio. Ayer me proveía yo de víveres en el Mercadona de mi pueblo, como suelo hacer los sábados y una joven señora departía muy sofocada con la reponedora: “Me podían haber dejado una nota en el parabrisas del coche, al fin y al cabo lo paga el seguro, pero no, llego al aparcamiento y me encuentro toda la puerta hundida y rayada. Ahora apáñatelas como puedas, qué poca vergüenza y es que la gente pasa de los otros como de la mierda, el arreglo nos va a costar un pico ¿y qué más le daba al que lo hizo haber puesto una simple nota con el número de teléfono?, desde luego es que hay gente sin escrúpulos…” He resumido esta perorata que le llevó sus buenos cinco minutos de indignación, durante los cuales acaparó el acceso a las cajas de tomates para ensalada, los manoseó todos uno a uno (sin el guante de plástico que provee el establecimiento para manipularlos), y se sirvió como si fuera la singular clienta capaz de escoger los mejores y descartar los menos apetitosos en beneficio de compradores poco exigentes.

Si piensas que esta anécdota relata un caso que no es sintomático, estaré en desacuerdo contigo, pues, preso de nuevo de la ilusión del yo, exploro mis numerosas contradicciones que son muchas y me veo sin dificultad, aplicando este doble rasero a todos los actos que no vigilo con especial precaución.

Recuerdo hace cuarenta años o más, una campaña publicitaria institucional, sí hija, sí, ya había de eso, con un eslogan: “Piense en los demás”, acogido con cuchufleta en aquel entonces por unos celtíberos que, ayer como hoy, considerábamos que pensar en los demás era superfluo, cuando no contraproducente.

Ah, y los europeos que mejor concepto tienen de sus congéneres, según el estudio, son los daneses (7’5). Malditos nórdicos, siempre tan correctos.

Si me viera así, me aceptaría
Terminaré apuntando dos ideas: una respecto a la validez de este tipo de estudios (éste parece presentarlo la fundación BBVA), que son muy entretenidos y útiles para los reporteros y los psicólogos en paro, pero valen poco o nada para extraer consecuencias sociológicas serias. Yo he sido sujeto de encuestas así y he contestado lo primero que me ha venido a la cabeza, lamento haber confundido a la ciencia con alguna impremeditada fantasía.

Por último debo señalar que, si los españoles no nos estimamos mucho los unos a los otros (y los aragoneses somos los más áridos, ásperos y distantes en el trato de todos los españoles), lo mismo les ocurre a los austríacos que, de acuerdo con los apasionantes libros del escritor Thomas Bernhard, son unos pervertidos cuya degeneración moral les hace capaces de todo; otro tanto les pasa a los ingleses e irlandeses, de acuerdo con los poderosos renglones de Jonathan Swift, y ya no digamos los norteamericanos, que son la peor ralea del género humano, si hemos de hacer caso de la apasionada obra de Mark Twain.

Aunque quizás se trate de algo mucho más simple y sólo somos una especie irredenta, una suerte de gorila lúbrico y feroz. A menudo me miro por dentro y veo eso.

Así vemos los españoles a los otros
  

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