jueves, 27 de junio de 2013

La Conjura De Los Necios - John Kennedy Toole

Comentar este libro me permite introducir una expresión que aún no he utilizado en este blog: es el descojono. Un continuo y majestuoso descojono. Vale más que diga ya que el nivel de objetividad de la presente reseña va a estar por los suelos: estoy hablando de mi biblia, mi libro sagrado, mi guía personal y espiritual, el texto que releo cuando mis constantes vitales flaquean, cuando mis biorritmos están bajos, cuando la rueda de la Fortuna me arrastra a los más profundos abismos. El que sea un libro tan conocido (y apreciado) fortalece mi fe en la humanidad (lectora). Aun admitiendo que el mundo está falto de geometría y teología, ésta fue una buena inyección, un aporte decisivo.

La historia es bastante conocida (y triste en extremo). En 1969 John Kennedy Toole, el autor, un hombre joven que aún no ha cumplido los 32 años, sumido en una fulminante depresión, se suicida porque ningún editor ha querido publicar su libro. Él sabe que es una obra maestra en su género, sólo el Quijote, Tristram Shandy o Papeles Póstumos Del Club Pickwick han sentado precedentes de suficiente altura para esta novela monumental, que duerme casi 20 años en un cajón, antes de que la madre del autor vuelva a peregrinar por las editoriales y, zas, en 1980 se publica "La Conjura De Los Necios" (A Confederacy of Dunces) en Estados Unidos, ganando el Pulitzer al año siguiente y consiguiendo en todo el mundo un reconocimiento y una popularidad extraordinarios. Es posible que antes no, pero en los ochenta la sociedad ya estuviera preparada para soportar la originalidad y la grandeza de la concepción del mundo de Ignatius Reilly, protagonista de la novela y uno de los personajes de ficción con más poderío de la historia de la literatura.

 
¿Qué hace tan especial esta novela? Una lectura superficial puede confundirla con una colección de anécdotas graciosas y disparatadas, sin mucha coherencia ni excesiva sustancia. Por fortuna hay pocos lectores que no perciben la majestuosidad de Ignatius, la coherencia de su visión del mundo moderno y el redondo, cumplido, acabado conjunto de sus peripecias en un mecanismo narrativo con una sincronización perfecta y una pasmosa interconexión que no deja un cabo suelto, que no da una sola puntada sin hilo. Si nos atenemos únicamente a la narración de aventuras, es asombrosa: ha sido construido y levantado ante nuestros ojos un cosmos a escala, donde todo se relaciona con todo, personajes y acciones se explican y se complementan de manera recíproca en una creación en la que todo lo que ocurre es necesario, ni un solo personaje o detalle es contingente, casual o superfluo. El mundo es completamente explicado, azar y necesidad bailan la danza de las esferas, pura teología y geometría.

Por otro lado está el personaje de Ignatius: al sinsentido y al despropósito impuestos por la mentalidad social moderna que ahorma la realidad con esa aberración llamada sentido común, opone su despropósito y su sinsentido original, personal… Su derrota será la derrota del individuo capaz de enfocar las cosas con un criterio propio. Claro, hay que admitir que está loco, que es un egoísta y un irresponsable y que sus acciones, aun guiadas por el buen gusto y la decencia, tienen consecuencias catastróficas; pero el fracaso de Ignatius nos da más pena que risa, porque nos apercibimos de que el mundo, el poder, la sociedad o como queramos llamarlo, siempre triunfa imponiéndose y sojuzgando la personal locura de cada uno de nosotros.

Los demás personajes constituyen un muestrario de novedosos arquetipos, recién creados para iluminar nuestro tiempo: el sufrido y tenaz patrullero Mancuso, la senil pero lúcida señorita Trixie, Darlene, la bobalicona “bailarina exótica” de buen corazón, la codiciosa y astuta Lana, Jones, tan improductivo como íntegro, el venenoso matrimonio Levy… en fin un variopinto elenco, cuya vivacidad permite construir muchas historias dentro de la historia.

 
Cabría distinguir cuatro partes en la trama de esta curiosa y disparatada odisea. En la primera conocemos a Ignatius y a su madre. Un fortuito intento de detención de aquél da lugar a una primera catástrofe: su madre, que bebe siempre que tiene necesidad de reponerse, destroza con su coche la fachada de un edificio y, dado que está harta del inmaduro y exigente Ignatius, lo empuja a buscar un trabajo para poder pagar los desperfectos causados. En la segunda, Ignatius trabaja en Levy Pants, una empresa textil, donde su entusiasmo, su vagancia y su temeridad redentora se combinan para desencadenar una segunda catástrofe de resultas de la cual, es despedido. La tercera parte nos lo muestra como vendedor ambulante y consumidor compulsivo de salchichas Paraíso, embarcándose en otra cruzada delirante que precipitará un final apoteósico. La cuarta parte detalla minuciosamente las consecuencias de este final para todos y cada uno de los personajes del maravilloso y complejo retablo. Hay un feísmo muy deliberado en la descripción de ambientes: la mohosa y maloliente habitación de Ignatius en una casa pequeña y sucia, donde la pelusa se acumula en esferas de regular tamaño, el mugriento y oscuro local del Noche de Alegría, un club de alterne de mala muerte, donde una acción paralela a las andanzas de Ignatius convergerá con éstas, dando lugar a espeluznantes resultados.

 
Siempre que hay acción o diálogos, el autor intercala brevísimas descripciones, como relámpagos que, por acumulación, nos iluminan y detallan de modo incesante las escenas y los personajes. Esto se hace usando un tono, a la vez, sarcástico y misericordioso. Esta simpatía del autor se transmite al lector que disculpa o comprende sin dificultad todas las humanas miserias que desfilan, con tremenda crudeza y corrosivo humor, ante sus ojos. El cóctel de acidez y compasión da un tono inigualable al relato. La descripción acumulativa de Ignatius, con su estrafalario atuendo, sus gaseosos percances digestivos y su tamaño monumental, se completa con el discurso de sus escritos: asistimos a una exposición, en primera persona, de una visión totalizadora del cosmos, llena de nostalgia medieval, militante contra los horrores del mundo moderno y guiada por el buen gusto y la decencia, aunque incorpora chapuceras martingalas psicologistas, con las que Ignatius sesga los vulgares hechos, justificándose como el sujeto intachable que es.

He dejado para el final la revelación más pasmosa: en realidad es una novela de amor. Hay una estrafalaria y aguerrida Dulcinea en la vida de Ignatius. Más que una Dulcinea, puesto que al final su presencia real rescata a Ignatius, que huye con ella de Nueva Orleans a Nueva York y evita así su internamiento en el Hospital de Caridad, donde le esperaban las mangueras de agua fría y las corrientes. Myrna Minkoff la “novia” de Ignatius es su contrapunto: una guerrillera militante de todas las causas sociales, que considera a Ignatius un reaccionario. El amor/odio de Ignatius por esta “mozuela desvergonzada a la que habría que azotar hasta hacerla sangrar” es la fuerza motriz que impulsa todas y cada una de sus hazañas. Los dos lo ignoran, pero están enamorados. Es una lástima que la prematura muerte del autor, nos privara de una sabrosísima y casi inevitable segunda parte de las andanzas de esta cataclísmica pareja. La primera parte transcurre en Nueva Orleans. La bola de cristal me dice que la segunda hubiera transcurrido en Nueva York, ciudad que hubiera propiciado catástrofes de dimensiones aún mayores. Pena.

 
Una estatua de Ignatius Reilly puede verse hoy en el bloque 800 de la calle Canal, en Nueva Orleans, en el antiguo emplazamiento de los almacenes D. H. Holmes, que es donde comienza la acción narrada en el libro. Debería emprender algún día yo, una peregrinación hasta ese sagrado lugar.

    

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