sábado, 31 de agosto de 2013

Fiesta Mora En Mora De Rubielos

Hace algo más de once años estuvimos veraneando, durante un par de semanas, en este hermoso y casi apacible rincón de las sierras meridionales de Teruel. A mí me sorprendió encontrar una nutrida afluencia turística, aunque el hecho tiene una explicación sencilla, al tratarse de una agradable zona de montaña, con cierta proximidad a los núcleos más populosos de la Comunidad Valenciana.
 
Intuyo que, por cercanía y afinidad al vecino País Valencià, había arraigado una Fiesta de Moros y Cristianos de la que dan testimonio estas fotografías. Entonces tenía yo mi primera cámara digital, una HP Photosmart 618, de 2 megapixels, que había comprado poco más de un año antes. Hoy es una poco venerable antigualla aunque, en aquellos tiempos no tan remotos, no muchos daban todavía un duro por el porvenir de la fotografía digital (¡y, como quien dice, era ayer mismo!) No parecía que aquella tecnología, cara y de resultados más bien modestos, fuera a conquistar al público profesional y amateur en tan breve lapso de tiempo; pero así fue y los rollos de película se apilaron, con los discos de vinilo y las cintas de vídeo, en los trasteros y desvanes de la nostalgia.

 
Las fiestas de Moros y Cristianos son muy fotogénicas (y muy musicales). Había tenido nulas ocasiones de verlas y éstas las presencié con mucho agrado. Numerosos participantes desfilaban ataviados, formando bloques de un inimaginable brillo y colorido, con unas galas espléndidas, y la pompa y alegría de aquél gentío era un regalo para los sentidos. Me acordé de una película muy festiva de Carles Mira, titulada “Que nos quiten lo bailao” que, algunos años atrás, había pasado injustamente desapercibida por nuestros cines y hoy es una rareza casi extraviada.

Unos, todavía escasos, inmigrantes magrebíes contemplaban el desfile con aspecto impasible, pero imaginé que debían estar algo atónitos, o quizá perplejos.
 
 
 

jueves, 29 de agosto de 2013

Historia De Un Concejal

Languidece el verano en sus últimos ardores. Apago un imaginario aire acondicionado, pese a que en las casas, el calor acumulado tarda aún en disiparse. A ésta hora, los mosquitos de mi pueblo sacan los cubiertos del cajón y las servilletas de los servilleteros y se aprestan a hincarnos el diente con deleite. No sé cuándo, leí no sé dónde, que sólo pican las hembras, usando nuestra sangre para desarrollar o incubar sus huevos; los machos, sin embargo, son inofensivos vegetarianos. Debido a la inminente pérdida de hematíes, hoy me siento tan perezoso que no voy a transcribir el poema para publicarlo: me conformaré con un escaneado del librito donde mecanografié mis poemas de juventud, en su mayoría sonetos.

Lo que sí haré, hoy sin falta, es reconocer la influencia de un maestro, el manchegoaragonés Antonio Fernández Molina (1929-2006), cuyo librito “Sonetos crudos”, publicado en 1985, cayó en mis manos y me produjo una especie de electroshock poético. Esto sí… Éste era el modo en que yo quería expresarme, -pensé-, y durante una temporada, me puse a intentar emularlo como mejor sabía. Hasta que me di cuenta de que sabía muy poco y dejé de escribir líneas rimadas. Los traslados de domicilio extraviaron su librito, que no desespero de reencontrar. El día en que eso ocurra, transcribiré dos o tres de sus, pese a mis esfuerzos, inimitables poemas. Nos vemos, maestro.
 
El concejal, retratado por Himphame
 

martes, 27 de agosto de 2013

Elysium (Pateras Del Espacio)

Panem et circenses. Ayer me dejé arrastrar por mi hijo el mediano a ver esta producción norteamericana de ciencia ficción, pese a que ya había visto District 9 y ya sabía a lo que me exponía, esta vez me dejé engañar por la favorable crítica que apareció el viernes en el suplemento “Metrópoli” de “El Mundo”. Una peli espacial y futurista, con denuncia social. Ahí le has dado.

Casi no voy a hablar de la película en sí porque, en mi actual estado de minusvalía, necesitaría verla cuatro veces para enterarme con cierta solvencia, solo voy a señalar algunos aspectos genéricos, casi todos negativos, del cine de acción que nos endiñan últimamente.

El bueno, el feo y el malo, ¿quién es quién?
El más relevante es el de cómo es presentada al espectador la acción que se filma: a quemarropa, en planos cortísimos, secuencias muy breves y rapidísimas, trepidantes y, por supuesto, de una violencia aguda y detallada. Es un modo global que a mí, personalmente, me aturde y, al cabo de unos diez minutos, me sume en un sopor del que ya no me recupero hasta la aparición de los créditos finales, en los que suelo fijarme para buscar los responsables del varapalo al que he sido sometido. Todas las películas de acción que he visto en los últimos quince años incurren en esta manera de narrar interactiva y trepidante, dirigida a los usuarios de los videojuegos más vivaces y cruentos y que, al resto de los espectadores, nos fulmina las neuronas. Me explico: soy aficionado a las retransmisiones de los partidos de fútbol por la tele, donde la acción se presenta en planos largos y medios, que permiten su mejor comprensión, ya que se abarca, si no enteramente, sí al menos con un contenido inteligible. Imaginemos ahora que las cámaras se ubican, no en la banda ni en la grada, sino en la bota de Messi o en la frente de Cristiano Ronaldo: estaríamos más cerca del juego, lo viviríamos en primera persona… pero sería mareante e incomprensible. Espero no haberle dado una idea a algún realizador oligofrénico, porque con soportar este enfoque omnipresente y ya fatigoso, en el cine, vamos más que servidos.

El otro aspecto más desalentador lo proporciona el guion. Una sugerencia a productores y directores: señores, contraten a un tipo que sepa escribir y asegúrense de que tiene al menos cien de cociente intelectual (mediante un sencillo test, están algo desacreditados, pero funcionan). Exíjanle, mediante cláusula contractual, que escriba más de tres folios y páguenle, al menos, veinte dólares. Si no cumplen estos requisitos, nos seguiremos chupando películas como Elysium, envoltorios lujosos con un contenido de menor sustancia que el menos inspirado episodio de “Los Simpson”.

Matt Damon, saliendo muy contento de la ferretería
Aquí además hay un agravante: la idea de partida es buena. La aristocracia de ricos financieros, escualos políticos y gerifaltes pijos, se ha ido a vivir a una gran estación orbital, Elysium, donde lo tienen todo, disfrutando de un nivel de vida inimaginable si no fuera, claro, porque se tienen que soportar los unos a los otros (y esto es muy duro, aunque la película desaprovecha incidir en ello). En una Tierra muy echada a perder, nos hemos quedado los pringados con unos cuantos capataces sin escrúpulos y un montón de delincuentes de baja extracción social que hacen nuestra vida más entretenida. Bueno, pues se trata de joderles a los ricos su paraíso, fruto del más severo egoísmo y la más inescrupulosa explotación. Los pobres van a Elysium en pateras espaciales en busca de mejorar su status y, sobre todo, de acceder a una avanzadísima medicina sin médicos (la clase media ha sido extinguida, así en la Tierra como en Elysium). Unas prodigiosas maquinitas te curan la leucemia o te reconstruyen una cara destrozada en segundos… Y aquí, en menos de lo que he tardado en contarlo, se acaba el guion propiamente dicho y comienzan unos ochenta minutos de hostias, en todas sus repetitivas variaciones, entre los esbirros de los malos y el esbirro de los buenos, que es un Matt Damon, mezcla de Bourne y Robocop sin humor, que hace lo de siempre, aunque con un registro más limitado aún. La pobre Jodie Foster lidia con un papel de “mala que quiere ser majestuosamente hierática” y resulta acartonada, momificada en vida, podían haber puesto un perchero y dudo que nos hubiéramos dado cuenta. ¿Qué pasará por la cabeza de una actriz que, después de marcarse un papelazo con mayúsculas en “Un Dios Salvaje”, le toca un encargo alimenticio tan tosco como éste? Supongo que “por qué no, si pagan bien”.

Jodie Foster, a la derecha del Tea Party
Ah, se me olvidaba, el director es un sudafricano llamado Neill Blomkamp que revisa los modos del Spielberg más rutinario. Me entero ahora de que también ha perpetrado el guion. Debió escribirlo en la servilleta de papel de un establecimiento de fast food. Necesita mejorar. La narración de las “emociones humanas” en la cinta se inspira en los más añejos estereotipos de los telefilmes de sobremesa, sin llegar a la altura ni a la sutileza de éstos.

El caro apartado de efectos especiales, impecable como siempre: a día de hoy ya no se distinguen los efectos clásicos de especialistas, de los digitales. En conjunto, toda la propuesta puede ser etiquetada como “Para Pasar El Rato”. Sugerencia: si lo que quieres ver es una auténtica película de ciencia ficción futurista con contenido social, hazte con el económico DVD de “Fahrenheit 451” de Truffaut en espléndido blanco y negro. En cambio, si lo tuyo es Pasar El Rato con idéntico género, prueba con “Aeon Flux”, (yo me aburrí bastante menos que viendo Elysium).
 
 

domingo, 25 de agosto de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 09

Se rio muy fuerte, como si exagerara sus ganas, con unas carcajadas como ladridos de perro afónico:
 - ¡Jo, jo! ¡Qué ocurrencia! ¿Tengo yo cara de policía, pequeño? ¿Tú me has mirado bien?

No lo había mirado bien, así que lo hice ahora. Tenía el hombre una narizota gorda, curva y un pelín colorada. Toda la piel de su rostro era más bien colorada y muy lisa, como si estuviera tirante, lo único que arrugaba era la frente, brillante igual que la calva. Bajo unas cejas blanquecinas muy peludas, y detrás de las gafas de montura dorada, había unos ojos grises o de color azul claro que parecía que se estuvieran siempre riendo, al revés que la boca, gruesa y desagradable que, no pude evitarlo, pensé que se parecía a los morros de un tocino. Iba vestido con un traje de pata de gallo gris marengo, mejor que el que mi padre llevaba en los bautizos y comuniones de nuestros parientes, aunque al señor le brillaban un poco los codos de la chaqueta y ésta ostentaba algún pequeño lamparón de tinta, iba con corbata azul oscuro y zapatos de charol…

 - ¡Pero chico no me mires tanto, que parece que te has quedado hipnotizado! Y ahora dime, ¿te parezco un policía o no?

 - Pues no, no señor, no parece usted un policía. Usted parece un… ¡Un señor!

 
Otra vez se volvió a reír y me fijé en su barriga que, con movimientos de flan, se agitaba mucho cuando se carcajeaba.

 - Bueno, has acertado, no soy un policía, soy… Un señor que trabaja en un banco. En el banco Hispano Ansotano, ¿sabes cuál es?

 - Sí señor, uno que hay en la calle Mayor, donde hace esquina con la calle del Carmen.

 - ¡Huy, pero qué chaval más listo! Pues mira, en ese banco trabajo yo. Soy el director de esa sucursal.

Empecé a mirarlo confundido de respetuoso respeto. Mi silencio le inquietó, porque al cabo de unos minutos comenzó a carraspear.

 - …Y todos los días ¡ejem! Cuando salgo de la oficina a mediodía, si hace bueno vengo a sentarme al Paseo ¿sabes? Vengo porque me encanta ver a los niños que juegan y que corren por aquí porque, como yo soy soltero, no tengo niños y me agradan enormemente los niños, sobre todo si son espabilados como tú, me gusta mucho hablar con ellos y que me cuenten cosas de sus juegos y de sus estudios y así.

 - Yo no soy espabilado. Bastante zoquete es lo que soy. Hoy en la escuela me han pasado todos y me he quedado el último. Me ha preguntado el maestro un animal incrustáceo y le he respondido que las chinches, que se me incrustan en la cama y de ahí ya no las saco, y resulta que no eran. se me han reído todos y además me llaman Cagamanturrio porque soy muy cobardica y…

Así continué durante largo rato, hasta conseguir fatigar a don Gregorio, que ya queda dicho que así se llamaba mi nuevo amigo, el cual, antes de irse bostezó con vehemencia, atirantando aún más la piel de sus atildados belfos y me acarició el coco con una manaza distraída, mientras con la otra esbozaba un saludo de despedida de simpatía un tanto exagerada.

Eso sí, se fue dejándome con la cosecha de piñas a medio hacer, pues no me ayudó a recoger ni nada, precisamente aquel día que mi madre mostró un inusitado interés por mi colección, regañándome por lo menguado del saco.

 
Al día siguiente y al otro y al otro, don Gregorio venía a sentarse cerca de donde yo me hallaba ufanado en mis quehaceres recolectores. De todo me preguntaba y todas las respuestas las encontraba inteligentes y graciosas, cosa ésta que no me ha vuelto a pasar nunca más con nadie que haya oído mis respuestas. De hecho, mi padre ni siquiera quería oír mis preguntas: hacía pocos días había ido, por indicación de mi madre, a rescatarlo al bar Laín y, como vi que andaba con dificultad y tropezándose continuamente en el traicionero adoquinado, le pregunté “¿qué te pasa papá, que vas así como cojeando?” y no sólo no me contestó, sino que me soltó una respetable galleta, de modo que llegamos a casa por enrevesados vericuetos, llorando todavía yo, y él cantando una bonita copla de Antonio Molina, aunque algo desafinado.

Cuando don Gregorio se comenzó a percatar de mis aficiones por la letra impresa, de que yo leía todo papel que caía en mis manos con tal de que tuviera algo escrito, aunque fuera un anuncio de “el remedio, pegamento Imedio” donde se veía un señor recién guillotinado que se proponía reinstalar su cabeza sobre sus hombros con ayuda del portentoso adhesivo, de lo que yo me reía, diciéndole a mi nuevo mentor “eso es imposible ¿verdad?” y él me mostraba un interés que parecía subir varios enteros cada día que pasaba.

Así que una mañana me regaló un atlas. El libro más bonito y lujoso que yo había abierto en mi corta vida.

 - Toma -me dijo-, para que sepas por dónde viajan los protagonistas de “La vuelta al mundo en ochenta días”.
 
 

jueves, 22 de agosto de 2013

¿Qué Roba Un "Ladrón De Mierda"?

He pasado unos placenteros días de vacaciones en la siempre sorprendente ciudad de Lisboa, paseando sus empinadas calles y escandinhas, y disfrutando de su singularísimo paisaje urbano. En las contadas ocasiones en que tengo ocasión de viajar al extranjero, mi habitual extrañeza frente a la vorágine de la realidad circundante, se multiplica y espesa con factores culturales y lingüísticos de muy difícil comprensión para el saurio semiextinto que soy. Así, de continuo me tropiezo con fenómenos llamativos e inexplicables como el de la fotografía:

La pintada reza: LADRÓES DE MERDA / FDP

Como rancio esteta y esnob, abomino de la repulsiva contaminación visual que se ceba en todas las ciudades que conozco. Lisboa no es una excepción y, según los usos vigentes, está por completo tatuada de horrendas pintadas, de graffitis torpes y desmañados. Los jóvenes que agreden las paredes con sus esprays, se suelen autoproclamar “artistas urbanos”, imagino que algún artista habrá entre ellos, pero hace varias décadas, los gamberros rompíamos las farolas a pedradas, con la misma finalidad expresiva e inconformista y sin necesidad de darnos ínfulas creativas. La pintada de la fotografía es “al viejo estilo”, de corte reivindicativo, sin pretensiones artísticas, pero me llena de perplejidad, ¿qué ha querido decir el indignado que la llevó a cabo? ¿Y qué roban los “ladrones de mierda”? No necesito señalar que aquí el denuesto fomenta un equívoco: el complemento nominal “de mierda” se ubica a continuación de un insulto contundente, para rebajar al destinatario a una categoría inferior entre los escarnecidos por el título al que acompaña, para hundir al receptor aún más en el lodo; pero aquí da lugar a una confusión: no sabemos si se pretende designar a la purria de los ladrones o se refiere específicamente a los que roban excrementos, ¿ladrones de purines con la intención de venderlos a un perista que los colocará como abonos? Vaya usted a saber.

Otro equívoco lo añaden las siglas “FDP”. Yo, en mi ingenuidad, creía que se trataba de las de un partido político, de los de la derecha gobernante en el país vecino, que había condenado, como aquí, a sus ciudadanos a severos recortes, con la habitual finalidad de irse labrando un paraíso en los ídem fiscales. Cuál no sería mi sorpresa, cuando al documentarme un poco, hallo que “FDP” corresponde a las iniciales, no de un grupo político, sino de un grave insulto que no desvelaré, baste decir que la “F” es la de “filho”. ¡Bueno! Una complicación adicional: podría ser tanto la firma del autor o autores, como un denuesto añadido que se arroja sobre los “ladrones de mierda”.

Otra fuente de incertidumbre, la añade el hecho de que la pintada luzca sobre los muros de un colegio. ¿Público o privado?¿De primaria o de cursos superiores? La elección de la fachada a emporcar, ¿ha sido aleatoria o intencionada? En el primer caso, uno podría barruntarse que los improperios tienen un destino general, van dirigidos a políticos, burgueses, banqueros o estamentos cualesquiera en los que el indignado pintor focalice su rabia. En el segundo caso, la pintura mancilla la institución educativa concreta: puede ser un colegio privado en el que el descontento autor no aprendió tanto inglés ni tanta mecanografía como esperaba a tenor de las cuotas que pagó… No sé, soy un pésimo detective.

 
De cualquier modo, como intento señalar con las dos fotos restantes, los “ladrones de mierda” no son excesivamente activos: no han robado ninguna de las numerosas bolsas de desperdicios que jalonan el pavimento, restando un ápice de belleza para mi gusto, siempre parcial y sesgado, a las calles de esta, por otra parte, hermosísima ciudad de Lisboa.   


lunes, 12 de agosto de 2013

Ibón De Paderna En El Valle De Benasque

De cuando en cuando me cito con este pequeño lago en un singular paraje, recóndito, solitario y silencioso, a la vez que muy accesible. Se trata de llegar en coche hasta el Hospital de Benasque y embarcarse en la línea de autobuses que, en verano, detentan la exclusiva para acceder a la Besurta.

 
Antes se permitía llegar en coche hasta el final de la pista asfaltada que desemboca en el llano de la Besurta y era un horror, un horror comparable al aspecto que presentaba, antes de las restricciones de acceso, la Pradera de Ordesa con cinco mil coches aparcados. Va costando, pero también en el Tercer Mundo progresamos.

 
Al bajar del autobús en la Besurta, tomamos el camino señalizado hasta el refugio de la Renclusa: una ascensión cómoda que nos llevará unos cuarenta minutos. Tras recuperar el aliento junto al refugio, bajamos a mano derecha y cruzamos un torrente enfilando la canal por la que baja saltando entre gruesos peñascos.

 
Una vez remontada esta canal, por trazos de sendero a uno y otro lado del torrente, llegamos a una llanura elevada con agua remansada, aquí las denominan pletas, y en poco más de veinte minutos desde el refugio, tendremos ante nosotros este diminuto trozo de espejo caído del cielo. Sus dimensiones aproximadas, difíciles de conjeturar, son de 110 metros por 70. Sus aguas son apacibles, limpias y frías. Un desconcertante estanque zen a 2250 metros de altitud.

 
En verano, el valle de Benasque puede estar abarrotado de visitantes, pero este ibón de Paderna o de la Renclusa, sigue siendo un lugar tranquilo y meditativo (espero y confío en que esta enamorada reseña no cambie su status).

 
Un lugar apartado y a desmano para el gran público y un lugar de paso para montañeros que coronarán sus ambiciones en el pico de Alba o en las Maladetas.

 
Las fotos que tomo cuando llego a tan apacible e idílico paraje, muestran asimismo su soledad y se aprecia un lugar fresco y silvestre, idóneo para un tranquilo descanso. Tras un rato de recogimiento o de abandono, regreso cargado de imágenes aptas para combatir la depresión invernal.

 
Por cierto, de ellas, las dos primeras están bastante retocadas: lo hice para ver si podía atrapar y retener la intensa sensación poética que, una y otra vez, me produce el encuentro con el lago. Las restantes, más naturales, apenas están un poco editadas. Pertenecen todas a tres visitas diferentes a este precioso entorno.

 
 

sábado, 10 de agosto de 2013

La "Txupinera" Ideal

Cada uno tiene derecho a divertirse como le venga en gana, ¿no? Los festejos de Bilbao comienzan con el célebre “txupinazo” (en mi pueblo, a un acto muy similar lo llaman el “codetazo”, cosas de la indiosincrasia). Los festejos populares es lo que tienen, la gente disfruta del modo que le es propio: “¡Me habéis dejao sin hijo… pero hay que ver lo que me he reído!”, decía el portentoso Gila en un sketch. En Bilbao, han escogido como “txupinera”, para inaugurar con una alegre detonación los festejos de la Semana Grande, a la popular ciudadana Jone Artola. Hay quien se ha molestado, porque la susodicha es miembra de algunas organizaciones y partidos, antiguamente ilegalizados, de lo que, para resumir, algunos llaman “el entorno de ETA”.
La atractiva "txupinera" ataviada con el traje típico
Ay, qué suspicaces somos la gente, enseguida que si una provocación deliberada, que si una decisión política de dudosa pertinencia… ¿Cómo va a tratarse de una elección politizada si el peso de la decisión recae en la agrupación que aglutina las comparsas, cuyos portavoces describen a la buena de Jone como una “maravillosa persona que está enamorada de las fiestas de Bilbao”? Supongo yo que se les habrá pasado por la cabeza reclutar a un deportista, un intelectual, un torero, un arquitecto, un escritor, un científico, un actor famoso o un cantante, como hacen en los demás sitios y, al no dar con ninguno de suficiente relieve por aquellas tierras, se han topado con la elección más obvia y la que más les ha complacido.

Además, si tiene relaciones con el entorno terrorista, es la persona técnicamente más cualificada para manejar explosivos y sabrá lo que se hace cuando, delicadamente, prenda la mecha del artefacto festivo: el “txupinazo” estará pues en manos competentes.

Algunos miembros de una representativa comparsa
Hay un pequeño problema: el delegado del Gobierno, Carlos Urquijo, dando alas a los malpensados, ha solicitado y obtenido provisionalmente la suspensión cautelar del nombramiento de la “txupinera”. A este hombre no le importa lastimar la sensibilidad de los que se disponen a disfrutar de las fiestas, lanzando a las patas de los caballos a su indiscutible heroína. Vuelvo a citar a Gila que es quien mejor ha captado estas situaciones: ”si no sabe aguantar una broma, márchese del pueblo”.
 
 

jueves, 8 de agosto de 2013

La Mesa Limón - Julian Barnes

Ayer cumplí sesenta años, con lo que puedo haberme internado en una década menos prometedora que alguna de las anteriores. Al menos, parece conveniente irse haciendo a la idea de que uno va a comenzar a envejecer, o de que, pese a las pamplinas de la esperanza de vida, de la calidad de ídem, y demás exordios, comienza de alguna manera una cuenta atrás, esperemos que no tan drástica como la del chiste:

Dice el doctor tras examinar al paciente, “le quedan unos diez de vida”. El paciente alarmado pregunta, “¿pero diez qué, doctor, diez años, diez meses, diez semanas…?” Y el doctor responde, “¡nueve… ocho…siete…!”

Con esta situación de partida, viene a cuento recomendar un soberbio libro de relatos de Julian Barnes, fabuloso escritor que si, en vez de ser inglés, perteneciera a alguna cultura periférica, ya hubiera sido, a estas alturas, distinguido con el Nobel de Literatura, aunque quizá su éxito y su reconocimiento no precisen de tal galardón. Bueno, yo qué sé, lo digo solamente porque a mí me parece un escritor muy muy muy grande.

Los libros de relatos no son la lectura preferida de un lector perezoso como yo. En una buena novela se construye un mundo en el que, con mayor o menor esfuerzo inicial, vas entrando, aprendiendo sus fundamentos y familiarizándote con él… En una colección de relatos como ésta, el mundo se reinicia cada veinte páginas y es más fatigoso, o lo sería de no mediar el inconmensurable talento de Barnes para edificar, en cuatro frases afiladas, los cimientos de cada mundo, cada situación y cada acontecer.

En “La mesa limón” el tema de cada uno de los once cuentos es el último tramo de la vida y su desenlace más frecuente, la muerte, tema tabú por excelencia en nuestra sociedad, que parece obsesionar a Barnes más allá incluso de sus creaciones literarias. A veces no se trata específicamente de la vejez y la muerte, sino del devastador paso del tiempo y del sentimiento de pérdida que su inexorable transcurso produce, al morir en nosotros fuerzas, ilusiones, apetencias o simples posibilidades no realizadas.
 

Para cualquiera que haya pasado de los cuarenta, es un libro estremecedor, terrible, sobrecogedor, no al estilo de los relatos de Lovecraft, de Stevenson o de Poe, personalmente no soy sensible a ése tipo de pánico: puedo leer los más reputados libros de terror clásico, e irme a tomar un vermut con berberechos. La conmoción producida por las historias de Barnes es mucho más íntima. Es poco probable que te despiertes en tu féretro habiendo sido enterrado vivo, pero no puedes descartar ver o sufrir los efectos de la demencia senil, o sentir la tardía e incurable nostalgia de unos amores que no tuvieron cumplimiento, o ver cómo te abandonan tus energías y el respeto y el cariño de los que te rodean… Por cierto, el libro nunca da una visión morbosa de estas vejaciones del tiempo, de estas abdicaciones y carencias de la voluntad, de estas particularidades atroces de la vida en su crepúsculo: los personajes tienden, la mayoría de las veces, hacia la entereza y suelen ser retratados con una dignidad que el autor tiene a manos llenas y no les escatima.
 

Hay una asombrosa variedad de enfoques, ambientes y situaciones: personajes célebres como Turgueniev (“El reestreno”) o Sibelius (“El silencio”) son fabulados en los tramos últimos de su existencia, junto con otros anodinos o, incluso, miserables. Hay relatos en un tono solemne y en otros se pulsa una maligna cuerda de humor (“La de cosas que sabes”), Barnes es un maestro de la ironía más afilada, que combina con la ternura y la melancolía en todos los tonos y matices imaginables. También la estructura y la técnica narrativa de los cuentos ofrecen una sensible diversidad que no enturbia la monolítica unidad temática y formal del libro, explicitada en el último cuento: a principios del siglo XX, en Helsinki, en un bar frecuentado por Sibelius, había una mesa limón, los que se sentaban en ella estaban obligados a hablar de la muerte (pues, entre otras cosas, el limón era el símbolo de la muerte entre los chinos).

 
No he sido capaz de encontrar, entre los once relatos, ni uno sólo que me haya parecido de relleno o carente de interés; todos generan una determinada tensión, todos parecen pertinentes en el conjunto. Lo que sí me ha ocurrido es que ha habido un par que me han conmocionado con mayor intensidad:

“La historia de Mats Israelson” es la de un enamoramiento intenso, profundo y continuado, que sobrevive a la adversidad pero, ay, no a los malentendidos. Se trata de un cuento brutalmente romántico, melancólico y triste: “un cuento anticuado en el mejor sentido de la palabra”, escribe un crítico y, a mi parecer, la amargura elevada a la más amarga y elevada delicia. Ambientado en una Suecia decimonónica, debería figurar en todas las antologías del relato sentimental.

En cuanto a “La jaula para frutas”, ilustra en clave de tragicomedia un poco ácida, a sartenazos, el asombroso buen hacer de Barnes en su clave preferida: la incertidumbre. La verdad de un suceso no existe, hay tantas verdades como sujetos participan en él. En este relato, tres, pues es un triángulo amoroso clásico, solo que entre personas de avanzada edad y de memoria algo brumosa. De este modo, sólo sacas una certeza en claro: Barnes escribe como los ángeles, o como un demonio puesto de acuerdo con ellos. Y hace un retrato certero de… la incertidumbre, ni más ni menos que la categoría más poblada de nuestro pensamiento, ojo.
 
 

martes, 6 de agosto de 2013

Al Primer Toque

Hace algunas decenas de años, el Tour de Francia acompasaba las tres primeras semanas de Julio, era el acontecimiento inaugural del verano: presidía nuestras siestas, animaba nuestras discusiones y tenía una omnipresencia en los medios, tranquilizadora y relajante, pero a la vez emocionante e intensa. Era como un paréntesis: los demás acontecimientos quedaban en suspenso. Este peso tan destacado, lo recoge magistralmente Eduardo Mendoza en una de sus novelas: “Al manicomio sólo llegaban números sueltos e indefectiblemente atrasados de algunos diarios, y aun éstos eran objeto de pillaje, trifulca y altercado, porque nada despertaba tanto interés, entusiasmo y agresividad entre los internos como las noticias y comentarios sobre el Tour de Francia, que todos se empeñaban en suponer perpetuo y no, como en rigor es, limitado a unas pocas semanas de julio, de resultas de lo cual el contenido íntegro del periódico era interpretado como alusivo al Tour de Francia y de ello se seguían, como es obligado cuando prevalece la obcecación sobre la cordura, vivas discusiones hermenéuticas, agresiones de palabra y obra y a la postre la decidida intervención de nuestros cuidadores y sus cimbreantes estacas. Y allí era entonces el salir todos en pelotón, pedaleando sin bicicleta, quién a la manera de Alex Zulle, quién a la de Indurain, quién, más modestamente, a la de Blijevens o a la de Bertoletti, y quién, por razón de su edad, a la de Martín Bahamontes o a la de Louison Bobet. Y ésta no es forma de leer el periódico con aprovechamiento.” Antológico, ¿verdad?

Tour de Francia 1920, ¿un cigarrito?
El ciclismo ya no es lo que era. Pocas semanas después de acabar el Tour y pocas semanas antes de comenzar la Vuelta a España, reflexiono amargamente acerca del interés popular por estas pruebas: se ha evaporado. Ha pasado del infinito al cero. Del entusiasmo a la más absoluta indiferencia. En el ámbito de lo deportivo, me tendría que esforzar para recordar una desgracia que, personalmente, me cause más tristeza. La temporada pasada, los medios catalanes ni siquiera cubrieron la Vuelta a España ¡Y eso que pasaba por Barcelona! Han criminalizado y marginado a los más grandes ciclistas, los que mandan sabrán por qué motivo. Las sustancias dopantes… me reiría si no se me fueran a soltar los puntos: en las canchas de la NBA se recauchuta a los gigantes del básquet, convirtiéndolos en superhombres y nadie pone un pero: son profesionales, son gladiadores… Un conocido futbolista da positivo… y juega toda la temporada. La sospecha, el mero indicio, bastan para desposeer a un ciclista de la victoria en el Tour. Habrá que esperar ¿veinte años? para saber quién ha ganado este último Tour. Amstrong ha confesado, luego todos son culpables. No puedes ni creer a tus propios ojos: yo vi cómo ganaba siete Tours de Francia. Siete veces fue el más grande con trampas y sin trampas y si no que prueben aquellos que, al final, consiguieron despellejarlo, a ponerse todo lo que quieran y veremos cuántos Tours ganan. Incluyo en este homenaje a Pantani, a Virenque, al Chava Jiménez, a Heras y… a todos los que aún no han pillado, pero les guardan la orina para cuidar de su salud, porque lo primero es la salud de los deportistas… Aunque esto es otra falacia, porque nadie habla de prohibir la Fórmula 1, quizá sea que la salud de Ayrton Senna ya no peligra.

Tampoco es que yo sea partidario de que todos corran hasta las cejas, solo quería rendir un molesto (perdón, modesto) tributo a este vilipendiado deporte en trance de extinción y confesar, de paso, que me hubiera gustado soñar en componer el tema musical de alguna de las tres grandes pruebas: en lugar de una melodía animada y rítmica al uso (recuerdo a mis admirados Kraftwerk de “Tour de France”), ensayaría una de corte más épico y solemne, para expresar un esfuerzo continuado y sostenido al límite. He hecho una prueba rápida y la he llamado “Al Primer Toque”. Si colara, aunque fuera en un critérium de pueblo, estoy dispuesto a renunciar a cualquier derecho de autor.
 


domingo, 4 de agosto de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 08


5.      UN BANQUERO DE BUEN CORAZÓN

La existencia gris, anodina y feliz que un destino singularmente ramplón parecía haber urdido para mí, se trastocó por mor de la poderosa influencia de don Gregorio López Suelves. No digo que mi vida de ahora no sea anodina y gris hasta la extenuación, pero la consciencia adquirida por obra y gracia de este señor al que, sin un ápice de cinismo o de ironía, denominaré mi protector, ha hecho que la felicidad, patrimonio de almas ignorantes y embrutecidas, se esfumara de la mía conforme iba yo, con ayuda de don Gregorio, anegándola de cultura y de sentido crítico, adornos ambos muy caros, insustanciales y contraproducentes para personas humildes de aquél tiempo y puede que de éste también.

Vagaba yo, en mi época de “Cagamanturrio”, por el parque de la ciudad, una belleza frondosa y recoleta que, entonces, era denominado del General Franco, aunque todos allí lo llaman “El Paseo”. Recogía las pequeñas piñas abiertas y secas, desprendidas de las ramas de los pinos y abetos y las ponía en un saquito de lona descolorida con ánimo de coleccionarlas. Había descubierto que, si las observabas bien, todas las piñas eran diferentes, no como los cromos de futbolistas que enseguida te salían repetidos. Y dado que en el parque las piñas abundaban en extremo, anhelaba yo formar la colección más dilatada y numerosa de España, pues confiaba en que no habría tantas personas, chicos o mayores, con la paciencia necesaria como para llenar diariamente un costalito de piñas, a fin de atesorarlas en un extensísimo muestrario. Calculaba haber recogido unas treinta mil en aquel invierno, aunque no estaba seguro pues perdía la cuenta con frecuencia. Mi madre se había brindado a guardármelas hasta que fuera mayor y supiera estudiarlas y clasificarlas, así como darle alguna finalidad a la colección, quizá el Museo de la Piña, o alguna institución similar, se aviniera a comprar mis piñas cuando el paso del tiempo les hubiera otorgado más valor. Lo cierto es que llegó un momento en el que me hacía cruces al pensar dónde podía mi madre almacenar semejante cantidad de piñas. Mucho más tarde habría de descubrir, con la amargura con que se encaja el primer engaño serio, lo de los Reyes Magos no cuenta, que mi ilusionada recolecta de piñas era una parte muy sustancial de la calefacción de nuestra casa, ya que no eran sino el combustible utilizado para alimentar una tosca estufa de hierro colado, anémica de leña, con la que nos intentábamos caldear sin éxito, pues menudeaban los sabañones, en la contumaz y prolongada estación de los fríos, los mocos y las manos costrosas de puro cortadas.

 
Así acabó la inocente megalomanía que, en el mediodía que refiero, me traía ocupado por El Paseo. A eso de las dos, un señor calvo, con gafas de montura dorada, llegó y se sentó en un banco cercano al seto bajo el que yo buceaba en busca de mis preciosos ejemplares cónicos. Me estuvo observando un buen rato mientras yo dejaba la zona pelada en mi afanoso atesorar y me dijo:

- ¿Qué haces, niño?

Contesté con timidez:

- No hago nada. Recojo las piñas que no son de nadie y me las llevo a mi casa porque las colecciono.

- ¿Y por qué no estás en la escuela?

- Porque a esta hora no hay.

Pareció confundido con una respuesta que evidenciaba que había metido la pata, así que me decidí a darle explicaciones:

- Cuando salgo de la escuela a las doce, me llevo la cartera a casa y me cojo este saco, vengo al parque a recoger piñas hasta que son las dos o así, ¡muchos días lo lleno! Y luego vuelvo con él a casa, me dan de comer y ¡hala! Otra vez para la escuela.

- ¿Y qué haces con tantísimas piñas?

- Pues ya se lo he dicho… Coleccionarlas.

- Pero, ¿dónde las guardas?

Le miré, muy fijo, y tartamudeé:

- ¿N-no s-será usted policía?
Imagen sacada de jacaenlamemoria.blogspot.com

sábado, 3 de agosto de 2013

Ordesa. Pintando Siempre El Mismo Río

Para completar el cuadro de las facetas de personalidad que voy desnudando en este blog, tarde o temprano tenía que acabar hablando de eso, de cuadros, de los míos concretamente. Creo haber escrito que, de joven, quería ser artista: me parecía prestigioso y no daba la impresión de que hubiera que trabajar mucho.

Como Beethoven, que era medio sordo, hizo una magnífica labor en el campo de la música, yo pensé que siendo medio ciego podría, en lógica, ser un as de la pintura y a ello me dediqué desde los catorce años y durante los catorce siguientes, hasta que verifiqué sin lugar a dudas que, ay, las musas estaban reunidas y, siguiendo su costumbre, no pensaban recibirme. Las lecciones de mi amigo y mentor Enrique Pérez Tudela que se esforzó por inculcarme que, para pintar árboles, debía usarse el marrón en el tronco y el verde en la copa, evitando en lo posible que parecieran Chupa Chups, no fueron suficientes.

 
Durante ese tiempo no hice otra cosa que intentar un aprendizaje de la técnica paisajística, más adelante encontraría un estilo personal. Craso error: si tienes talento (y padrinos), en las artes plásticas actuales, puedes saltarte el aprendizaje técnico por entero y, si no tienes talento (ni padrinos), mejor te dedicas al macramé, al aerobic o al huerto ecológico.

Un compañero de trabajo, profesor de dibujo, me comentaba que, a día de hoy, dedicarse a las artes plásticas es un callejón sin salida: o pones una pinza de tender la ropa encima de una mesa, diciendo que eres un artista conceptual y ya veremos si cuela; o te dedicas al hiperrealismo trabajando treinta años en un cuadro de once metros por seis, que reproduce detalladamente un supermercado en su hora punta y en el que pueden leerse las etiquetas de las latas de los estantes. Yo abandoné, por supuesto, mucho antes de poder caer en ninguna de estas dos tentaciones pero, como de costumbre, me distraje mucho.

Leía hace poco lo que escribió el gran Pío Baroja sobre la vocación artística: “Siempre se distinguió el joven Velasco como elegante y como sportman; muchacho rico, hijo de un cosechero riojano, gastó dinero en abundancia, ensayó varias carreras y deportes y, por último, decidió ser pintor. El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta. Luego, los demás, empezando por la familia y por los amigos, no aceptan casi nunca esta solemne proclamación individual que les parece subterfugio, un buen pretexto para no trabajar.” Me identificaría si no fuera por el detalle de que yo no era un vástago rico y de buena familia, en consecuencia, aún tuve que dejarlo antes.

Pero mientras, pinté cuadros, con paisajes de postal. Como tenía (y ten
go) fijación con el valle de Ordesa, retraté su río, el Arazas, siempre de parecida manera, como si fuera una idea platónica vagamente entrevista desde esta caverna que habito. Hoy comparto las fotos de ese río ideal, de ese valle ideal, que pintaba de oído antes de visitarlo reiteradamente. Son cuadros, entre ingenuos y malos, ante los que siento el orgullo que siente un padre por muy torpes que sean sus hijos. Si no recuerdo mal (puesto que los originales ya no están en mis manos) son todos óleos sobre lienzos marca Taker y de un tamaño de 100x70 cm, que era el que yo solía usar para paisaje.

 
Ahora ya no pinto nada. Y te aconsejo que tú tampoco lo hagas, pero si te obstinas en no hacer caso visita:  http://elhuertodelasartes.blogspot.com.es/2012/10/saludo-inicial.html?view=snapshot

viernes, 2 de agosto de 2013

Una Avispa Impostora

No sólo los seres humanos queremos aparentar lo que no somos. Caminaba por los alrededores de Benasque y me topé con una pequeña embaucadora. El insecto que revolotea alrededor de esta flor es un fraude. Aparenta ser una peligrosa avispa y es una inocente “mosca de las flores”, algo así como un mindundi de los insectos, que se mimetiza para ir de duro. Un díptero perteneciente a la familia de los sírfidos (syrphidae), tratando de hacerse pasar por el matón de la pradera; las rayas amarillas y negras proclaman: “ni se me acerquen, de un picotazo les amargo la excursión”… Pero su prepotencia se desinflará si comprobamos que sólo tiene dos alas, y no cuatro, como las avispas con pedigrí, y esos ojos compuestos, tan grandiosos, amiguita, son de mosca. Resumiendo, quiere hacerse pasar por un talibán, pero no es más que un tal Iván. En los vicios, como en todo, la Naturaleza es una maestra consumada. Aquí nos enseña la jactancia.

Un amigo mío me aseguraba que nosotros no somos sino un producto con el que la Naturaleza se ha dotado, para explicarse un poco a sí misma su sentido, para interpretarse, para dotarse de algún grado de conciencia. Como me convenció, no voy a seguir hablando mal de ella ni afeándole la conducta: construye trampantojos, elabora triquiñuelas, disfruta de sus engañifas y punto.

 
Mentiría si dijera que hice estas fotos obedeciendo a algún designio o propósito previo. Llevo la cámara siempre que salgo a pasear. Me gusta hacer macros de flores y si algo se mueve y revolotea a su alrededor, la emoción se duplica: escarabajos, moscardones, avispas y mariposas son las víctimas predilectas de mi afición a la instantánea. Y he de confesar que rara vez consigo identificarlas o clasificarlas, pero esta vez me parece que sí, creo haber dado con la familia de mi “modelo”. Si luego resulta tratarse de una terrorífica avispa depredadora, declino toda responsabilidad.