sábado, 18 de enero de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 19

12.                        LLEVAR LOS PELOS LARGOS ES DE GACHÍS

La verdad es que hacernos yeyés, por una parte nos llevó una buena temporada de adaptación y por otra, no fue una idea nada original. Los treinta y dos alumnos de cuarto de bachillerato, cuatro octetos de maromos malolientes y acneicos, parecíamos poseídos por la misma ansia de modernización, en la que el sector pijo tomó con presteza una neta ventaja, ocasionada por su mayor disponibilidad de efectivo. Mi “paga” de entonces consistía en cinco duros a la semana, el cine costaba tres y un disco sencillo, el bien más preciado en aquellos días en que queríamos dejar atrás a Marisol, a Manolo Escobar y a Joselito, costaba veinte duros, así que ahorrábamos y lo comprábamos entre varios. Como además yo no tenía, ni mucho menos, uno de aquellos voluminosos y crepitantes tocadiscos de maleta, los discos que se habían comprado con mi colaboración, eran valiosos pero inciertos bienes colectivos, cuya escucha tenía lugar siempre en casa de algún amigo, pues se solía dar el caso de que su familia estuviera en situación más desahogada que la mía: nosotros aún no teníamos ni siquiera un televisor, otro de los enseres más ambicionados por las familias de aquella época de sabañones y juanetes, de estrecheces y letras mensuales.

 
Aquél curso hubiera sido también opaco en mi memoria, de no ser por unos cuantos indicios y movimientos, que luego darían paso a mi breve incursión en determinadas ambiciones vitales. Por lo pronto, me cambié de amigos. Rivero, Zaborras y mis otros compañeros de fútbol callejero y trastadas predelictivas, tardaban en asimilar el ideario yeyé: meses después de apuntarnos a la nueva moda, su garrulería permanecía intacta. Zaborras, como he dicho, se había quedado atrás y ya no iba a nuestro curso. Nos veíamos poco, fuera del patio de recreo, donde jugábamos a “Churro, media manga o manga entera”, un juego masculino y brutal, que entonces hacía furor. Sus costumbres, para conmigo, eran cada día de mayor abuso y desconsideración: había dado el estirón antes que yo, en altura y en anchura, en tanto que yo me había dejado crecer un flequillo con el cual creía asemejarme a Ringo Starr, aunque más bien me parecía, decían, a una hermana pequeña y fea que el famoso Beatle hubiera podido tener. Cada vez que el animal de Zaborras me veía, cosa que ocurría todas las mañanas en el patio del instituto, me cogía fuertemente del pelo (por supuesto, también corría más que yo), me doblegaba, encaminando mi nariz hacia sus ciclópeos glúteos y se echaba un pedo sonoro y nauseabundo, reteniendo mi napia medio aprisionada en la canal de su repulsivo trasero. Cuando estaba totalmente seguro de que yo había disfrutado hasta la última brizna de su fétido vapor, me soltaba entre risotadas, gritando siempre la misma despedida: “¡El pelo largo es de gachís!” y me largaba un puntapié, con tan jovial ferocidad, que un día perdió el zapato que quedó medio incrustado entre mis doloridas nalgas. Cómo hacía, el muy cafre, durante meses y meses, para tener una ventosidad preparada para mi almuerzo, es algo que nunca llegué a saber, pues al curso siguiente desapareció del centro. Dijeron que lo habían metido en un internado, pero luego me enteré de que había ido a parar a una especie de reformatorio, pues, en aquella época severa, no se disculpaba al que robaba en las tiendas con asiduidad, salvo que estuviera detrás del mostrador.

En cuanto a Rivero, le sobrevino el estar todo el día “cachondo”. Como yo era un tanto ignorante y mi despertar a las pulsiones de la vida en el ámbito sensual, se hallaba todavía en la claridad incierta que precede al amanecer, no acababa de entender su metamorfosis. Un día, tras la clase con la Giner, una joven y severa profesora de latín, ayudante de don Marcelino, alta, morena y que, en opinión de Rivero, estaba “como un tren”, poseído de un extraño fervor, pintó en un balón de baloncesto alrededor de la válvula, con un bolígrafo, algo que quería dar a entender una maraña de pelos ensortijados. “Así debe de ser el chocho de la Giner”, decía, y se frotaba el balón por la ingle, hasta que le daban como unos calambres y se quedaba quieto, encogido y gruñendo, un rato.

 
Con estos y otros majaderos andaba, cuando me vino dios a ver. Había un tío bastante majo y simpático en mi clase, que me parecía interesante porque también era lector y sacaba buenas notas sin esfuerzo aparente… Además era divertido, hacía los mejores chistes sobre los profesores y siempre estaba de chufla. Dos detalles nos distanciaban: él era deportista y de familia pija y yo, no y no.  ¿Sabéis quién era? Sí, el hijo del director que había sustituido en el banco Hispano Ansotano al pobre finado don Gregorio. Se llamaba Chus y nos íbamos tratando, pero no quedábamos porque siempre tenía que ir a entrenar a baloncesto, balonmano, balón volea y balón pollas en vinagre: era el depositario del honor competitivo del instituto. Con tan mala suerte que, en una salida, en la que fue a jugar a balonmano contra los dominicos en Zaragoza, uno de aquellos adversarios como armarios, le cayó en plancha sobre el talón que tenía apoyado y le hizo astillas todos los huesos del tobillo. El pobre fue intervenido por los traumatólogos más feroces, provistos de su arsenal de sierras, tenazas, mazos y berbiquíes, dos operaciones seguidas, faltó mes y medio a clase y cuando ya especulábamos sobre si acabaría echando carreras con Germán, nuestro tullido bedel, hete aquí que reaparece Chus en persona, un buen día, con cara de amargado y dos muletas. Una vez que todos se hubieron interesado por él y por su más que evidente sufrimiento, y se hubieron saciado con los detalles más macabros de su desdichado percance, el pobre fue a dar a los inmundos lavabos de los chicos. Allí relegado, se convirtió en una silueta abandonada, que atisbaba por la ventana nuestros animados y saludables juegos.
 
 

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