lunes, 10 de febrero de 2014

14 - Jean Echenoz

Como casi todo el mundo sabe, este año se cumple el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial; como casi todo el mundo teme, seremos bombardeados sin piedad por prensa, radio y televisión, en cuanto se aproxime la fecha exacta (28 de julio) de tan funesto aniversario.

El autor francés Jean Echenoz parece haberse adelantado y, antes de que se nos salgan los horrores bélicos por las orejas, ha publicado su última novela, titulada “14”. Nada más. Un título tan breve y escueto como la propia novela, apenas un par de horas de sofocante e intensísima lectura.

 
Había leído con anterioridad otro título de este autor parisino, nacido en Orange en 1947, y me había gustado sobremanera: se titulaba “Correr” y era una especie de biopic del fondista checoslovaco Emil Zatopek, una obrita que me había hecho disfrutar y sufrir a partes iguales en un grado superlativo y que comparte con “14”, publicada aquí hace pocos meses por Anagrama, un repertorio de trucos estilísticos y narrativos que pasaré a detallar.

 
El primero de ellos es la economía, la concisión extrema del texto narrativo. En apenas cien páginas, eligiendo cuidadosamente los cuadros y escenas, prescindiendo de adornos y con poderosas elipsis, se enfoca el destino abrumadoramente cruel de un puñado de personajes alrededor de Anthime, el frágil protagonista de esta concentrada y amarga píldora de Historia. Las dos obras que he leído de Echenoz están, en realidad, protagonizadas por la Historia (así, con mayúsculas), una especie de bestia todopoderosa, ciega y brutal que arrasa las existencias de unos individuos desvalidos e indefensos, que son arrastrados por una especie de magma, de fuerza telúrica, completamente ajena a la piedad, a la humanidad, a la misericordia, una máquina de triturar que aplasta como insectos a los ingenuos humanos y a sus frágiles sueños, deseos vicios y anhelos.

El segundo carácter es el desapasionamiento y la distancia con los que el señor Echenoz nos narra sucesos terribles de una densísima carga emocional. En vez de compadecerse e intentar conmovernos, adopta la postura de un microbiólogo que estuviera contemplando, a través del microscopio, las danzas indescifrables y azarosas de una colonia de bacterias. El efecto que esto causa es devastador: la aparente ausencia de emociones del autor, hace como de bomba de vacío y succiona las nuestras, que inundan el texto, convirtiéndolo en una experiencia lectora escalofriante, con un tinte desgarrador. La frialdad de la narración extrae del lector un calor de exaltación y apasionamiento (o, al menos, este fue mi caso).

 
Echenoz no se demora (no tiene tiempo) en los horrores masivos de aquella guerra atroz, pero la sacudida de la conciencia que induce es comparable, por ejemplo, a la de “Adiós a Todo Eso” de Robert Graves, un clásico que, con “14”, conforma la pareja de títulos más interesante que he leído sobre un tema aterrador, que supuso, nada menos, que el comienzo de una nueva barbarie y el fracaso definitivo del humanismo cristiano.

 
De la generación del propio Echenoz a nuestros días, nos estamos beneficiando, en los países occidentales, del privilegio inaudito de no haber vivido la experiencia de una guerra. Esto es, probablemente, lo máximo a lo que cualquier ser humano podría aspirar. Cumplido esto, es posible cualquier otra cosa. No así para el pobre Anthime. El tipo está paseando en bicicleta un sábado; con animación e inconsciencia recibe, junto con sus amigos, la orden de movilización, así que son reclutados; con entusiasmo e inconsciencia escuchan los discursitos patrióticos y las musiquillas militares, la guerra va a ser cosa de dos semanas; desfilan, marchan y, muy cortitos de preparación y equipo, con energía e inconsciencia son enviados a la picadora de carne. “La guerra desde luego no era divertida” (sic).

Pocos de ellos vuelven y ninguno entero. Anthime tiene suerte: sólo está mutilado, ha perdido el brazo derecho. Al final se consuma una especie de pequeño idilio al estilo Echenoz: Ultraconciso: Anthime y Blanche (la novia de su hermano Charles, fallecido en la guerra) han viajado a Paris. Negocios. Están en un hotel, en habitaciones separadas, y… “Anthime se despertó a mitad de noche. Se levantó, atravesó el pasillo, abrió la puerta de enfrente y se dirigió en la oscuridad hacia la cama de Blanche, que tampoco dormía. Se acostó junto a ella, la abrazó, la penetró y la inseminó. El otoño siguiente, precisamente en el transcurso de la batalla de Mons, que fue la última, nació un varón al que llamaron Charles”. Fin. No es Jane Austen, desde luego.

 
Como no soy un crítico literario ni un moralista, acabaré de un modo veleidoso y frívolo, que malbarate cualquier atisbo de solemnidad y ponga mi cháchara en sus justos términos. La brevedad y precisión de la obra me han recordado un chiste que consignaré aquí, antes de que se me vuelva a olvidar.

Un chino, un japonés y un español apuestan por ver quién tiene el nombre más corto. “Gano yo”, dice el chino, “me llamo O y no puede haber un nombre de menos de una letra”. Alto ahí”, replica el japonés,” el mío es aún más corto, me llamo Casio. Casi O”. “Pues no, señores, gano yo”, sentencia el español, ”mi nombre es el más corto de los tres: Nicasio. Ni casi O.”

En fin. Tristes guerras, pobre gente. 
 
    

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