viernes, 4 de abril de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 23

14.                        UN CONFUSO DESPERTAR NADA PRECOZ

Aquél tórrido verano de 1966 anduvimos inmersos en el descubrimiento del sexo. Del propio, porque el complementario íbamos a tardar algunas temporadas más en descubrirlo, fuera del terreno de unas vagas nociones intuitivas. Unos más pronto y otros más tarde, arribamos a ese inexplorado terreno, pero siempre a cuentagotas y, en general, tardísimo.

Para empezar, las gachís, genérico que utilizábamos entonces, eran para nosotros unos seres tan desconocidos como si hubieran procedido de la galaxia más remota del Universo. Sus costumbres gregarias y sus risitas cantarinas nos exasperaban de un modo extenuante y molesto. De todas formas, un irresistible impulso, una oscura atracción, nos hacía interesarnos por todo lo relativo a esos seres con los que íbamos a compartir la sala de clases durante el siguiente curso y que, de repente, llamaban nuestra atención con una especie de grito, que nos pulsaba interiormente como los latidos de nuestra propia sangre.

 
Recuerdo haber ignorado, durante un tiempo a todas luces excesivo, todo lo relativo a su anatomía. Era curioso: sentía una intensísima pulsión física ante la mera proximidad de cualquier gachí que “estuviera buena”, desconociendo por completo y más que por completo en qué consistía “estar buena” y qué atributos, trazas o formas caracterizaban ese aspecto que, por otra parte, me traía de cabeza. Y a mis amigos y compañeros, no digamos.

Un día, Chus me enseñó un libro que había sacado de la biblioteca del Instituto, un raidísimo y pringoso ejemplar del Decamerón, la inmortal colección de relatos de Giovanni Bocaccio:

 - Mira, mira Pinchaúvas, lo que me he agenciado, este libro es más verde que los chistes que cuenta Jezú. Te voy a leer un trozo pero no te pongas cachondo, escucha. - Y continuó, leyendo con aplomo una página muy gastada y algo amarillenta:

 - “Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:

—Raspa aquí, y aquí y también allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita.

Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera.”

Luego me leyó la historia en la que “Alibech se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a meter al diablo en el infierno, después, llevada de allí, se convierte en la mujer de Neerbale.” La verdad es que acogimos, primero yo y luego Josemari, estas citas con grandes aspavientos y muestras de rijosidad pero, en realidad, apenas sabíamos de qué iban semejantes cosas.

 
Para empezar, estaba o estábamos absolutamente indocumentados sobre las cuestiones físicas o anatómicas relativas al otro sexo. Ni Josemari, ni Chus, ni yo, teníamos hermanas que pudiéramos haber observado o espiado subrepticiamente. Otro compañero, a quien llamábamos Jezú, un hijo de militar, procedente del sur y algo mayor que nosotros, sí tenía una hermana, bastante guapa por cierto, y él, siempre derrochando una simpatía cafre y cuartelera, se tomaba la molestia de orientarnos respecto de las picardías básicas, pero sus informaciones procaces, vulgares y chistosas, eran muy vagas en lo tocante a lo que de verdad nos hubiera iluminado: se limitaban a chascarrillos brutales sobre la “rajita”, el “sepillito” o el “chocho”, cuando no bromeaba en términos aún más gruesos, parece que lo estoy oyendo, “estaba yo allí en el sine, en Ronda, que no es como aquí, allí la gente monta un cachondeo que te mueres durante la película y, a oscuras, de repente un tío se tira un pedo, oye tú, como un trueno con tropesones. Y uno dise en arto ¡ese culo pide polla! Y desde la otra punta del sine, otro contesta gritando ¡y esa boca pide mieeerda!” Y se reía feliz de su anécdota y luego se iba a desplumar a algún pardillo que quisiera jugar con él al siete y medio.

 
Como no se habían popularizado otras drogas que el clarete, la cerveza y el tintorro, en aquellos tiempos, el vicio prohibido de buena parte de la juventud y el que provocaba pesadillas a los padres dispuestos a preocuparse, era el juego, las cartas, donde enseguida podías perder mucho más dinero del que tenías… Gracias al celo del Caudillo y sus, por entonces, numerosísimos adláteres, tampoco había publicaciones eróticas, donde hubiéramos podido satisfacer lo más básico de nuestra curiosidad. Eso sí, la villa estaba superpoblada de curas, que insistían en que los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento eran los que más enfurecían a Dios. Y en que no habría ni una pizca de misericordia para los guarros y degenerados que se daban a esta inmunda forma de pecar. Nosotros no teníamos ni idea de cómo podía desobedecerse el mandato divino en este terreno y tampoco Jezú nos lo aclaraba mucho: “En este pueblo follar no es pecado, es un milagro. Además, no se pa qué nos ha puesto Dió en el cuerpo la sona recreativa, si luego pensaba prohibinos que nos fuéramo allí a columpiá”.

 

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