martes, 15 de abril de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 24

Una tarde, estábamos en la biblioteca del casino Principal, una sala con periódicos y revistas y una vitrina con libros tras unas puertas de cristal que nadie abría jamás, y Chus me llama con gestos perentorios. “¡Mira, mira, Pinchaúvas! ¡Maña, qué araña!” Tenía la revista Blanco Y Negro abierta por una página donde una chica, con los brazos cruzados, mostraba precisamente lo que tras ellos se ocultaba, en un juego que yo tardaría bastante en comprender y, desde luego, el censor no había comprendido en absoluto. Le iba a decir a Chus que era agradable de ver, cuando vi algo menos agradable en la entrepierna de su pantalón, levantada casi un palmo hacia adelante respecto de su posición normal, o por lo menos habitual: una mancha oscurecía el paño pardo de su tirante bragueta, era del tamaño de un escupitajo e iba extendiendo de manera paulatina sus bordes… “Mira que eres guarro, macho”, le dije, pero los demás usuarios de la sala, todos ellos viejos cascarrabias avinagrados, me hicieron callar con sus airados “¡Chssst, que así no hay quién pueda leer, chavales! ¡Iros a la calle a encorrer a las mocetas!”

Tomado del blog jacaenlamemoria
En definitiva, acabó siendo Josemari el que nos ilustró sobre los más relevantes misterios relativos a la apariencia y funciones del organismo femenino que, hasta entonces, desconocíamos a conciencia. Un día se presentó en el Rompeolas, donde habíamos quedado, con un bulto rectangular bajo la camisa. Para los que desconocen la hermosa ciudad de Jaca, aclararé que el citado Rompeolas nada tenía que ver con el inexistente mar: era un promontorio despejado al fondo del Paseo, con una baranda de piedra y asientos donde sentarse a contemplar la pequeña vega del río Aragón. Los adolescentes (aunque este término todavía no se estilaba) pasábamos allí interminables veladas, perdiendo lo único que teníamos a montones: el tiempo. Como era una tarde luminosa pero fresca, en la que nos habíamos dispensado del baño en las piscinas, nos instó a bajar hasta el otro lado del Puente San Miguel “para estar tranquilos”, sentándonos al borde del camino que sube hasta el pueblecito de Asieso. Nosotros queríamos saber a qué venía semejante destierro y entonces nos lo enseñó. A escondidas (“si me cogen, me la cargo, ya conocéis a mi padre”), había sustraído o chorizado en la biblioteca de su casa, un manual básico de Ginecología y Obstetricia, de cuando su progenitor, el dentista, era estudiante de medicina. Y allí estaba casi todo lo que queríamos saber: en un grabado amarillento y ajado, con pretensiones de fotografía, se ofrecía, a página completa, la entrepierna profusamente etiquetada de una fémina en tendido supino, con los muslos separados: el velloso monte de Venus, los labios mayores y menores con el capuchón del clítoris, el meato urinario y el orificio vaginal que mostraba el himen (“por aquí se mete y hay que romper, cuando se hace la primera vez, esta membrana”, “¡Ajjj, qué asco!”)…
 
 
No era en verdad una visión muy seductora. Para nosotros, no resultaba más cautivador o atrayente que imaginar un balde de mondongo. Además, Josemari, que se había empollado a conciencia el manual dispuesto a fardar de enterado toda la tarde, nos ilustró, sin omitir ningún detalle, sobre los procesos de ovulación y menstruación y, a renglón seguido, pretendió explicarnos los detalles más crudos y truculentos de un parto. Yo estaba un poco aturdido y mareado y casi me entraron ganas de vomitar. El misterio había saltado hecho añicos ante la despiadada perorata de mi amigo, buena parte del encanto estaba arruinada para siempre, habíamos descubierto aquello que se esconde tras la intimidad, el enigma había dejado de intrigarnos. A partir de ese momento, olvidaríamos el tema y no volveríamos a pensar en ello jamás. Nunca. En la vida. De ningún modo podríamos superar la repulsión que nos embargaba al conocer el sucio mecanismo y sus viscosos engranajes. Oscurecía y volvimos en silencio, sólo Chus dijo: “no sé si voy a poder cenar”…

No sé cuánto tardarían los otros, pero yo no lo pude superar hasta esa misma noche en mi casa: sólo y acostado en mi cama (mi hermano se había ido a una verbena), dándole vueltas a las repugnantes revelaciones de esa tarde, empecé a tocarme y un torbellino de puro deleite me cerró los ojos antes de caer en un sueño inusualmente tranquilo.

Tomado del blog jacaenlamemoria
Había ingresado en esa larga época de las continuas fantasías que abocan, sin descanso, a la masturbación. Y para colmo, no creo haberlo dicho, pero había una chica que me gustaba. Y ahora podía poblar su inasible misterio de toda clase de pelos y señales. 
 
               

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