miércoles, 2 de julio de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 28

18                         EL CORAZÓN ES UN MÚSCULO INGOBERNABLE
Gracias a mi hermano, no me iba a quedar sin pareja en la verbena de san Juan ni en la de santa Orosia. El muy rastrero se había echado novia formal. Era la hija mayor del pescadero, se llamaba Antonia y se habían puesto “a festejar”. Este término era un tanto misterioso para mí y me traía a la imaginación algunas neblinosas ensoñaciones eróticas, pues la tal Antonia no estaba nada mal… Un poco mayor, claro, lo menos tenía veinte o veintidós años, pero si te olvidabas de su olor a tripas de sardina y de su voz aflautada y chillona, tenía un pase. Mi hermano me aclaró, tras las collejas y papirotazos de rigor, que, cuando vas en plan serio, ya no piensas solo en magrear, hay que hablar de amor y del futuro. Eso es lo que hacían ellos en el patio colindante con la pescadería, las manos quietas, sólo hablar y hablar. Al parecer, cuando ella subía a su casa, a mi hermano le dolían tanto “sus partes varoniles”, que se aliviaba orinando en la cartera o alforja de una Vespa que un pobre tipo tenía aparcada en aquel patio.

 - ¿Por qué dentro de la cartera de la moto?

 - Hombre, tú dirás, si a la mañana siguiente ven la meada en el suelo, hace mal efecto.

 
Que nadie se sorprenda: esa era la manera de discurrir y de razonar de mi hermano. Pero a lo que iba, el muy mendrugo estaba tan encaprichado con Antonia, que no era capaz de negarse a ninguna de sus arbitrariedades. La última de las cuales me concernía, bien que a mi pesar. Antonia tenía una hermana pequeña a la que llamaban Nines y a la que yo no conocía, pues no iba al instituto y, fuera de él, nunca me había fijado en ella. Las dos hermanas trabajaban en la pescadería de su padre, un coloso colorado cuyo resuello afilado e incesante helaba la sangre. El dueño de tal establecimiento, donde mi madre me mandaba a menudo a comprar chirlas, se llamaba Modesto, aunque todo el mundo lo apodaba el Congrio, por lo feo y mal encarado que era. Llevaba siempre un sanguinolento delantal a rayas horizontales verdes y negras, del tamaño de un frontón mediano y sus diligentes hijas le tenían un temor reverencial.

 - Antonia me ha propuesto que te presentemos a Nines, Teo – desveló mi hermano -. A lo que parece, la chavalita está colada por ti, qué mal gusto, pobrecilla, debe tratarse de una pervertida. Está un poco arguellada, pero ya tiene los catorce, por edad te va bien y cuando se desarrolle, se pondrá buena, no tanto como su hermana, pero se pondrá buena, ya lo verás. – Y diciendo esto, dibujó con ambas manos una botella de coca cola en el aire. - Y a Antonia le hace mucha gracia promover un noviazgo entre dos parejas de hermanos, le parece muy fino, así como de familias bien, de las que salen en las revistas.

 - Estás mal de la azotea.

 - Piénsatelo, Teo.

 - Es que resulta que yo estoy por otra.

 -Piénsatelo, Teo. Más vale pájaro en mano, que patada en los cojones.

Mi hermano era el único que me llamaba Teo, en lugar de Pinchaúvas o el imperdonable Filito con el que me obsequiaba mi “cariñosa” madre. Hubiera sido un punto a favor de mi hermano, si no fuera porque había tomado la costumbre, cada vez que yo aparecía por casa con mi amigo Mateo, de vociferarnos, a modo de bienvenida, mientras nos obsequiaba con dos sonoras y dolorosas sardinetas:

 - Teo y Mateo, el culo y el “peo”.

 
En principio, me negué a “heredar” novia de una manera tan humillante. Por otro lado, Nines era una criaja escuálida, con el pelo increíblemente lacio y oscuro. Tenía los ojos brillantes y un poco saltones y una boca como una hendidura larga y recta, de labios casi inexistentes, que recordaba la ranura de una hucha. Además sus formas femeninas estaban casi enteramente por desarrollarse y, sin ser yo un Adonis que pudiera aspirar a salir con Miss Universo, jamás me habría fijado en ella por mi propia iniciativa. Sin olvidar que su padre, si se enterara de que comenzábamos a tontear, podía rodear mi cabeza entera con una sola de sus manos y exprimirla como un limón, para condimentar con el zumo de ella sus malolientes pescados. El gigante había pintado con sus propias manazas un ingenioso jeroglífico en el cartel de la tienda que rezaba “PPP-K-2 Rapún”, Rapún era su apellido y lo que le antecedía, quería significar “pescados”. El señor Modesto estaba muy orgulloso de su ocurrencia. Recuerdo que un día, años atrás, Zaborras quiso hacerse el gracioso entrando en la pescadería, a la sazón llena de gorjeantes amas de casa, y chillando:

 - ¡Padre Congrio! ¡Padre Congrio! ¡Quiero confesarme de mis pe-pe-pecados!

Esto hizo que nos partiéramos de risa, pero el infortunado Zaborras fue víctima de la iracunda persecución de un Modesto que, con inconcebible rapidez dado su tamaño, rodeó el mostrador, asió una faneca de las que yacían en las cajas con hielo escarchado y salió trotando a la calle en pos de Zaborras. Cuando el pescadero vio que el descarado crío se le escapaba, le arrojó la faneca con tal precisión y fuerza que, alcanzado en pleno colodrillo, Zaborras quedó conmocionado y tuvimos que ayudarle a volver a su casa. Primero le echamos abundante agua de la fuente, en la Plaza del Marqués de La Cadena, donde yo lavé cuidadosamente la faneca para llevármela a mi propio hogar, pues nuestras cenas adolecían de falta de proteínas. La madre de Zaborras puso el grito en el cielo al ver que a su angelito le costaba enfocar la mirada y amenazó con denunciar a Modesto, pero el maltrecho Zaborras se recuperó y todo quedó en agua de borrajas.

 
Con estas evocaciones estaba cavilando yo, removiendo una mezcla con otros pros y contras, entre los que no dejaré de confesar que, para acrecentar la ignominia de mi proceder, estaba valorando el aspecto práctico de esta, llamémosla, relación en perspectiva. Decidí al final, en mi candorosa abyección, acceder a los planes de mi hermano y establecer un lazo, por mi parte, ficticio, que redundaría en mi utilidad y provecho. Serviría para pavonearme y fardar ante mis bulliciosos amigotes y, quién sabe si para darle algún tipo de celos, de envidia, de mortificación o de herida en el orgullo a Cheles, una demostración que me permitiera crecer en valía ante sus hermosos ojos.

Así que, mi hermano y Antonia, como unos celestinos de tres al cuarto, concertaron una ocasión, un lugar y una hora para la cita a la que, como trasunto de mi estado de ánimo, llegue tarde. Nines ya estaba allí medio escondida, sentada, con una faldita plisada azul claro, que le estaba un poco grande, y una blusa blanca. Se había recogido el pelo en dos coletas lsterales, con el resultado de que aún parecía más cría. Me dio un poco de lástima y decidí intentar caerle bien. Busqué la frase más adecuada para romper el hielo con desenvoltura y simpatía, y evitar que se abochornara o algo así. Debí elegir mal, porque empecé:

- Oye, ¿es verdad que yo te gusto? 

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