martes, 1 de julio de 2014

Matemáticas y Diversión 11. Familias Numerosas

En mi pueblo son todos del Madrid o del Barcelona, la afición por el equipo local es escasa. No obstante, los domingos acude mucha gente al campo: “a mí no me gusta mucho el fútbol”, me dice un paisano, “a mí lo que me llama es el tema de la violencia y poder desfogarme, por eso voy a verlo”. Las pocas veces que yo he acudido, me sorprende la recurrente agresividad verbal contra árbitros y linieres. Las invectivas siempre tienen el mismo contenido: comentarios poco elogiosos acerca de los ascendientes de los jueces del partido, desde la socorrida alusión al oficio de la madre del trencilla, pasando por el malsonante “¡Hijo de sesenta leches!”, hasta mi favorito que fue prorrumpido en una época en la que los equipos arbitrales aún vestían uniforme negro. Un airado espectador le espetó al del silbato: “¡Que te has hecho el traje con la sotana de tu padre!”

Viene este garrulo circunloquio a cuento de que fue en esa ocasión precisa, en la que comencé a cavilar acerca de la ascendencia numerosísima que ha sido necesaria para traer a cada uno de nosotros al mundo. Ya había leído algo de que todos somos descendientes de todos en un libro titulado “El país de García” de José Vicente Torrente, imprescindible para todo aquél interesado en conocer esta remota, polvorienta y despoblada provincia donde me parieron.

La cuestión es simple: uno ha nacido de dos padres, tiene cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos como-se-llamen. De tal modo que, por cada generación, los ascendientes de uno se doblan. Y es de sobra conocida la tremenda expansión de las potencias de 2. ¿O no?

 
Imagínate que ciframos cada generación en 30 años, es una cifra prudente, un ciclo basado en los usos de nuestro tiempo, pero hay que recordar que las tatarabuelas de nuestras tatarabuelas procreaban apenas salidas de la pubertad. Retrocedamos con la imaginación hasta el año 1114. Nos hallamos en un castillo entre hombres de armas, escuderos, juglares, malabaristas… Allí está, ése, el porquerizo es uno de nuestros antecesores. Reflexionemos: 900 años atrás nos da un exponente de 900 : 30 = 30. Y calculando el número de antepasados totales en aquella época resulta 230 = 2 x 2 x 2 x 2 x … (treinta veces) … x 2 = 1.073.741.824 que es, probablemente una cifra superior a la cantidad de gente que, por entonces, poblaba el mundo. Si nos remontáramos al instante en que Nerón incendia la ciudad de Roma para que la catástrofe inspire su lira, el resultado puede ser escalofriante.

 
En el libro de José Vicente Torrente se concluye con un alegato contra la segregación y la desigualdad basado en este simple hecho: todos somos de la misma familia, pues tenemos millares de antepasados comunes.

A mí se me quedó la mosca detrás de la oreja… Físicamente no era posible tanta parentela y no porque me crea el cuento de nuestros primeros padres, pero me dio una pista. Si uno se casa con su hermana, el hijo de ambos tendrá tan sólo dos abuelos. Si una prima hermana se hubiera casado conmigo, nuestro hijo tendría cuatro abuelos, pero sólo seis bisabuelos. Tal fenómeno de endogamia reduce el crecimiento exponencial del número de antecesores. De paso, como parece considerarse genéticamente poco recomendable, me da un malvado motivo de jolgorio a costa de las concepciones etnocéntricas, de los arios de Hitler a los vascos de Sabino Arana… Acarreamos pues un insospechado mestizaje que, como al infortunado árbitro que vino a pitar a mi pueblo nos hace hijos de sesenta leches ¡en tan solo seis generaciones! La monda. Piénsalo.

 
En cuanto a la solución de la broma algebraica, (x – a) (x – b) (x – c) (x – d) … (x – z) = 0, porque uno de los factores es x – x = 0 y así el producto da cero. No me peguéis, es bueno.  
 
 

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