martes, 8 de septiembre de 2015

The Tiny Bell Tale

Recojo aquí una documentada leyenda altoaragonesa, de carácter histórico o tal vez folclórico, ilustrando un par de fotos que tomé en un singular y bello paraje cuya visita, en un magnífico paseo a pie, recomiendo a cualquier peregrino, sean cuales sean sus motivaciones o intereses:

“En la primavera de 1015, Lorién, arzobispo de Serbeto, bendijo la unión de Chorche II y Serbal, cuarto de los condes de Basa, pero no pudo obtener la intercesión de la Santísima Virgen para que de este matrimonio, adelantado y un tanto audaz para su época, naciera un heredero. Por tanto, es posible que Chorche III sea un bastardo, que hubo el propio arzobispo de Serbeto con una muy principal dama de Lanaja, y que el matrimonio real adoptó, de muy buen grado, por hallar así heredero. Sea como fuere, los orígenes de Chorche III el Rechoncho, son inciertos.

El reino de Chorche III se extendía por las feraces llanuras que riega el río Guarga a su paso por la Guarguera. El rey era tan lozano que no hallaba fácilmente acomodo en su palanquín; aunque es falso que pesara cien arrobas, como aseguran sus enemigos; es posible en todo caso que, a caballo y muñido de sus armas y armadura, no fueran muchos los puentes que aguantaran su paso a la cabeza de sus feroces mesnadas. Bien es verdad que sus súbditos lo llamaban Chorche el Gordinflas, pero ello es debido más al cariño no exento de franqueza, que a la falta de respeto.

Hallábase en estos elevados territorios el rey Rechoncho en campaña contra una fementida alianza de ostrogodos y sarracenos: el emir de Baliera, había llamado en su ayuda al barón de Bonansa, cuyos bárbaros jinetes, famosos por su devastador galope sobre las infimitas praderas, se decía que provenían de allende los mares más remotos. En cualquier caso, el rey Chorche, por ultrajar al emir de Baliera, le comunicó que había ingerido, en su honor, quintales de chorizo, jamón, panceta, morcillas de arroz, longanizas con pimienta y todo lo que un cerdo bien cebado puede ofrecer a un monarca infiel.

 
De este modo, se topó con que su coraza le había quedado pequeña y, de la armadura toda, sólo le valía el yelmo y eso si se rapaba las barbas y los cabellos. Ni siquiera la rodela alcanzaba a amparar todas sus lorzas y defendellas de los traidores venablos que sin duda los moros harían llover sobre su regia persona.

Así pues, mandó fundir las dos enormes campanas que albergaba la generosa espadaña de la ermita, para proveerse del metal necesario para tal cometido. Hizo la promesa a Nuestra Señora de Castro de que, de resultar victorioso en campaña, mandaría fundir dos campanas de oro, en agradecimiento del beneficio que ahora recibía.

Obtuvo tan rotunda victoria, que los jinetes de Bonansa hubieron de galopar fuyendo hasta encontrar sosiego en un continente remoto. Y el emir de Baliera renegó de su fe, de la que no había obtenido amparo ni favor ninguno, pidiendo el bautismo, que recibió de manos del propio arzobispo de Serbeto, antes de ser por éste entregado a la hoguera purificadora. Fue tal el botín, que se hizo necesario armar más de sesenta nabatas, para transportallo, río Ésera abajo. Pero el rey Chorche, cuya mezquindad aventajaba a la mítica tacañería del conde de Balaguer, olvidó su promesa a Nuestra Señora.

 
Hasta que un día, hallándose abrevando el rey y su corcel en las riberas de Barasona, una pastorcilla se apareció al monarca y le recordó que, allí donde había prometido ubicar dos campanas de oro en honor de la Virgen, lucían ahora dos desguarnecidos huecos por donde se derramaban las lágrimas de la Señora del Cielo. El rey se burló de la pastorcilla y, para hacer patente su desdén, hizo instalar una sola ridícula campanica en la espaciosa espadaña.

Trece días más tarde, el rey moría asaltado de una sarna pestilente que convertía su pellejo en cascarrias nauseabundas, sus uñas en pezuñas de puerco y su antaño hermoso cabello en inmundos cordones de huevas de sapo. El arzobispo de Serbeto mandó dejar ahí la campanica, como advertencia contra la impiedad que había llevado al rey Chorche a perder su vida en una repugnante enfermedad infectocontagiosa, su honor que la historia juzgaría severamente, su alma precipitada en el imperecedero fuego del infierno y su reino en beneficio de una inmobiliaria.”
 

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