sábado, 28 de noviembre de 2015

Locomotoras

Un lector de “La Pequeña Ciudad Episcopal…” que confundía este relato que voy tejiendo allí con una especie de memorias de juventud, ya que la mía transcurrió también en Jaca, me hizo la observación de que en la historia “salían muchos trenes”. Bueno, es verdad, siento amor y odio por el tren y, en consideración a tan poderosos sentimientos, relataré, en esta entrada y la próxima, la “verdadera historia” de mi vasallaje con este, entre nosotros, ultrajado medio de transporte.

Cuando niño, viajaba en tren con mucha frecuencia por un par de motivos que no creo haber referido en estas páginas. Mi familia vivía en Jaca, asomaban los felices sesenta y a mi padre le salió un trabajo de aserrador en una serrería de Sabiñánigo. El trabajo venía con derecho a vivienda, una de la empresa, donde también se asentaba la oficina del escribiente: habitábamos un piso grande, sin una de las habitaciones que, en horario laboral, nos obsequiaba con un incesante repiqueteo de máquina de escribir. Decidimos no levantar la casa de Jaca: Viviríamos de lunes a sábado en Sabiñánigo y del mediodía del sábado a la tarde del domingo, en Jaca, que era más chic (!)

Nuestro piso de Sabiñánigo se alzaba al lado de la vía del tren, a menos de cinco minutos de la estación. El tren subía desde Zaragoza y tenía su hora de llegada a la localidad a las doce del mediodía, instante preciso en el que mi madre me solía mandar a la estación a preguntar con cuánto retraso venía, mientras ella iba terminando las faenas de la casa y el equipaje. “Hoy trae media hora”, “han avisado de que lleva hora y cuarto de retraso”… Parece un procedimiento aventurado pero, en tres años, perdimos el tren dos veces, es decir sólo en dos ocasiones fue lo bastante puntual para dejarnos en tierra.

 
Las locomotoras eran de vapor, negras como el rey Baltasar, y dejaban las sábanas que mi madre había puesto a secar en el balcón de la cocina tiznadas de una carbonilla aceitosa. En invierno hacía tanto frío que las sábanas, en lugar de secarse, se helaban y  se quedaban tiesas como hojaldres y como hojaldres se quebraban si las doblabas. Ennegrecidas y rotas, pobre madre.

El trayecto entre Sabiñánigo y Jaca, unos dieciocho kilómetros, duraba alrededor de media hora, incluía una parada en la estación de Navasa, donde nunca subía ni bajaba nadie. Había, en aquel tren que la gente llamaba “el canfranero”, vagones de primera, segunda y tercera clase. Estos últimos tenían los bancos de madera, los de segunda estaban tapizados en un plástico con tendencia a agrietarse y escupir una espuma esponjosa y rancia. Los de primera no lo sé, nunca viajábamos en primera.

 
El nombre de “canfranero” aludía a que el convoy llegaba a la estación internacional de Canfranc, uno de los edificios más lujosos (junto con el del Pilar) que yo vi de pequeño. Ahí se podía enlazar con los trenes a Pau y, desde aquí, al resto de Francia.

Y esto me lleva al segundo motivo que me hacía usuario del ferrocarril, en aquella época donde no se había democratizado, no ya el avión, sino siquiera el automóvil, el “coche particular” según le llamaban entonces. Tal motivo procedía de que mis abuelos paternos vivían en Francia, exiliados a consecuencia de la Guerra Civil. Ir a verlos hasta la Auvernia, en el centro del país vecino, era un viaje en el tiempo, una incursión en la libertad, una odisea ferroviaria, un veraneo asequible para mi familia y muchas otras cosas de índole más personal: algunos de los veranos más dichosos de mi infancia y primera juventud transcurrieron tras este desplazamiento de unos mil kilómetros en tren. Por eso tengo el inconsciente poblado de locomotoras, igual que otros han soñado cuando eran niños con caballos.  

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