jueves, 3 de diciembre de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 46

28. UN DESANGELADO SEPELIO
El entierro se celebraría, es un decir, aquél mismo día por la tarde. Llegué a mi casa acompañado por Nines que, al parecer, no tenía nada que hacer en la pescadería, o tal vez el señor Modesto le había dado una jornada de asueto. Me fijé en que se había hecho un moño alto, este detalle representativo de su crecimiento, junto con un uso mesurado del maquillaje, le prestaban una serenidad digna y elegante a su porte de mocosa. Reparé en que no había pensado en ella ni una sola vez durante el viaje de estudios y su abrupto final y, por primera ocasión, sentí una punzada de remordimiento. Ante el portal de Puerta Nueva, como una barca naufragada, estaba el oxidado carrito de reparto a modo de funesto augurio. Subí las escaleras, las excusas que no había conseguido hilvanar ya no eran necesarias.

¿Quería yo a mi padre? Así debía ser, porque me sentía más afligido de lo que había sospechado en la estación, cuando Nines me dio la noticia funesta. Pero para lo que no estaba preparado es para el cuadro de duelo que me encontré arriba en la alcoba. Mi madre y mi hermano Rosendo parecían dos espíritus atribulados por el más abismal dolor que puedan sentir los réprobos al oír la sentencia de su condenación eterna. Y eso me sorprendió, de veras.

No es que me esperara hallarlos con el alivio respectivo que semejante pérdida les podía dispensar: mi pobre padre había sido un tirano, un gorrón, un vago, un pendenciero, un cantamañanas y un borrachín, no sé si por este orden y, aunque yo también me sentía abrumado por el pesar, ellos dos daban rienda suelta a una desesperación tan truculenta y enfática que, vista en el teatro, hubiera resultado cosa de risa, pero qué le vamos a hacer, así somos los pobres.

Un señor con aire aburrido estaba garabateando unos papeles y, tras firmarlos, los arrojó sobre la cama, ya que mi madre, carente de reacciones que no fueran hipar, chemecar y sorberse los mocos, se mostraba incapaz de tomarlos de su mano: se trataba del certificado de defunción.

El funeral se celebró, es un decir, en la iglesia de Santo Domingo. La caja se desplazó por el adoquinado jaqués en un carro de varas con restos de paja, tirado por un mulo que, en el trayecto, levantó la cola hasta tres veces, esparciendo por la calle sus pestilentes boniatos a medio digerir. Una vez más, la ambulancia estaba estropeada y el coche fúnebre estaba haciendo sus funciones, transportando a Pamplona a un recluta aquejado de un cólico miserere. El carro sustituía pues, con dignidad pero sin grandeza, al coche fúnebre de negra y rutilante carrocería, cuyos servicios nos hubieran dejado a los deudos sumidos en las deudas. En la iglesia, fea como un garaje, no cabían más ausencias, estábamos los familiares o poco menos, puesto que nadie vino por parte de mi padre. El monaguillo tocó la campana a destiempo y mosen Cirilo, el celebrante, es un decir, le largó una colleja que por poco lo mete en el ataúd de acompañante. El sermón sobre las bondades del difunto y la gloria que le esperaba en la otra vida duró treinta segundos, al cabo de los cuales mosen Cirilo lo franqueó al más allá con cuatro desganados hisopazos de miserere nobis.

 
Cargaron de nuevo la caja en el carro y nos dirigimos al cementerio a un trotecillo alegre, el que marcaba la caballería que tiraba y aprovechaba la pendiente favorable de la suave cuestecilla y el cómodo asfaltado para aligerar el trámite. En el cementerio advertí la presencia de Serafín, ¿qué haría Serafín en el entierro de mi pobre padre? ¿Acaso esperaba cobrar los mil y un tragos que éste le habría dejado a deber? El barman, muy formal como siempre, llevaba un traje color canela con una banda negra en la parte alta de la manga izquierda, en señal de luto. Nos saludó y nos dio el pésame uno a uno, incluyendo a Nines, que parecía la más huérfana de la comitiva. Ignoraba yo de todo punto que Serafín y mi padre anduvieran tan unidos. A mí me cogió de la mano y me miró a los ojos largo rato, como si fuera a decirme algo importante, hasta que mi hermano Rosendo acudió y, sin muchas contemplaciones, lo sacó de la galería de nichos a empujones, diciéndole, con una voz innecesariamente alta y desabrida, que la familia quería recogerse a solas en su dolor y abatimiento. Abatimiento, ¿dónde habría leído esa palabra mi hermano? Serafín murmuró una disculpa en la que sólo entendí las palabras ayudar y ayudar, entonces mi hermano ¡le levantó la mano! Como si fuera a propinarle un guantazo, ¿por qué demonios era mi hermano tan desconsiderado, tan ordinario, tan él mismo? Serafín se fue con la cabeza gacha, parecía tan apesadumbrado como si el sepelio se celebrara, es un decir, para su última despedida. “Es un meapilas y un jeta”, remachó Rosendo reincorporándose al sostenimiento de mi desmayada madre, embozada en una mantilla negra y repitiendo “¿qué vamos a hacer ahora, Señor?” como una incongruente letanía.

Cuando regresábamos del cementerio, los últimos rayos del tibio sol de abril dibujaban nuestras larguísimas sombras sobre el asfalto que el mulo, en su desenvoltura, había perfumado con sus bostas. Nines se colgaba de mi brazo y yo pensaba en la tarde mucho más fresca en la que regresaba, mucho más alegre, casi esperanzado, en compañía de Lucía, alias Pascuala la intelectuala, por aquél camino que ahora parecía devolverme a la ciudad con una penosa incertidumbre.

 
A partir de esa misma noche mi hermano se ponía más huraño conforme los suspiros de mi madre iban, paulatinos, virando del pesar al sosiego y aun al consuelo. Ella reinició sin tardanza la tournée frenética de fregoteos, con el pretexto de que la distraían y, tres días más tarde, regresó muy resuelta anunciando:

- El abuelo Jeremías tiene que venir a vivir con nosotros, se está haciendo mayor y ya no es cosa de que viva solo. Vuestro padre no quería ni oír hablar de eso, pero vuestro padre está ya bajo tierra – esto era una metáfora, lo cierto es que yacía en uno de los nichos más altos de la galería, tapiado con ladrillo y sin lápida. – Además, con el aval del señor obispo, he firmado las letras y dentro de pocos días nos traerán un televisor, pa que se entretenga el abuelo y pa ver “Reina por un día”.

 - Mamá, ya no echan “Reina por un día” – terció el aguafiestas de mi hermano.

Pero llegó el televisor y, con él, hasta mi hogar ingresó en la era moderna, aunque no a tiempo de ver ganar a Massiel en Eurovisión.

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