miércoles, 13 de enero de 2016

Filatelia Accidental

Estaba documentándome para el cuarto tomo de “Memorias De Un Cantamañanas” (En Nueva Zelanda, “Singmornings’ Memories”) cuando constaté que, entre 1976 y 1980, ¡me dedicaba a coleccionar sellos! Así dicho, suena a una dedicación seria, pero la verdad es que fue una de mis actividades de menor mérito, algo así como cuando aprendí a nadar con flotador.

Me limité a apuntarme en la oficina postal de mi pueblo al “Servicio Filatélico de Correos” que, al precio nominal, me mandaba todos los sellos que se iban emitiendo en España y yo, por mi cuenta, sólo tenía que comprar las páginas del Olegario (un álbum adaptado y completo) conforme iban apareciendo y meter los sellos, con unas pinzas, en unas fundas para preservarlos. Pan comido.

 
No sé por qué lo dejé, así que hoy escaneo cinco páginas para ponerlas aquí. Tienen casi cuarenta años… Más o menos por aquella época, falleció René Goscinny, escritor de, entre muchas otras cosas, las fantásticas aventuras de “El Pequeño Nicolás”, alguno de cuyos volúmenes comentaré en cuanto recupere el riego sanguíneo, pero que, si tienes un hijo entre 8 y 13 años, te recomiendo que compres ya sin falta para, con la excusa, leerlas tú mismo y volver a ver la vida con el estado de gracia de los ojos de un niño de esa edad.

Te dejo con un relato completo, muestra pertinente del tema de hoy:

“Filatelias

Rufo llegó terriblemente contento a la escuela esta mañana. Nos enseñó un cuaderno muy nuevo que llevaba, y en la primera página, arriba a la izquierda, había un sello pegado. En las demás páginas no había nada.

—Empiezo una colección de sellos —nos dijo Rufo.

 
Y nos explicó que fue su papá quien le dio la idea de hacer una colección de sellos; que eso se llama filatelia y que era terriblemente útil, porque se aprendía historia y geografía mirando los sellos. Su papá le había dicho también que una colección de sellos podía valer montones y montones de dinero, y que había habido un rey de Inglaterra que tenía una colección que valía terriblemente cara.

—Lo que estaría muy bien —nos dijo Rufo— es que vosotros hicierais colección de sellos; entonces podríamos cambiarlos. Papá me dijo que así es como se llega a hacer colecciones formidables. Pero los sellos no tienen que estar rotos, y sobre todo es preciso que tengan todos los dientes.

Cuando llegué a casa a comer, le pedí en seguida a mamá que me diera sellos.

—¿A qué viene eso ahora? — preguntó mamá—. Vete a lavar las manos y no me des la lata con tus ideas descabelladas.

—¿Para qué quieres sellos, jovencito? — me preguntó papá—. ¿Tienes que escribir cartas?

—No, bueno —dije—; es para hacer filatelia, como Rufo.

— ¡Eso está muy bien! — dijo papá—. ¡La filatelia es una ocupación muy interesante! Coleccionando sellos se aprenden montones de cosas, sobre todo historia y geografía. Y, además, ¿sabes?, una colección bien hecha puede valer mucho. Hubo un rey de Inglaterra que tenía una colección que valía una verdadera fortuna.

—Sí —dije yo—. Entonces, con mis compañeros, haremos cambios y tendremos colecciones terribles, con sellos llenos de dientes...

—Sí —dijo papá—. En cualquier caso, prefiero verte coleccionar sellos en vez de esos juguetes inútiles que llenan tus bolsillos y toda la casa. Y ahora vas a obedecer a mamá: vas a lavarte las manos, vas a venir a la mesa, y, después de comer, te daré algunos sellos.

Y después de comer, papá buscó en su despacho y encontró tres sobres, en los que rompió la esquina donde estaban los sellos.

—¡Ya estás en camino de hacer una colección formidable! —me dijo papá, riendo.

Y yo lo besé, porque tengo el papá más estupendo del mundo.

 
Cuando llegué a la escuela, esta tarde, había varios amiguetes que habían empezado colecciones; Clotario tenía un sello, Godofredo tenía otro y Alcestes tenía uno, pero todo roto, asqueroso, lleno de mantequilla, y le faltaban montones de dientes. Yo, con mis tres sellos, tenía la colección más estupenda. Eudes no tenía sellos y nos dijo que éramos tontos y que eso no servía para nada; que a él le gustaba más el fútbol.

—El tonto eres tú —dijo Rufo—. Si el rey de Inglaterra hubiera jugado al fútbol en lugar de coleccionar sellos, no habría sido rico. Quizá incluso ni habría sido rey.

Tenía toda la razón Rufo; pero como tocó la campana para entrar en clase, no pudimos continuar haciendo filatelias.

En el recreo, nos pusimos todos a hacer cambios.

—¿Quién quiere mi sello? —preguntó Alcestes.

—Tienes un sello que me falta —le dijo Rufo a Clotario—. Te lo cambio.

—De acuerdo —dijo Clotario—. Te cambio mi sello por dos sellos.

—¿Y por qué voy a darte dos sellos por tu sello, si me haces el favor? —preguntó Rufo—. Por un sello doy otro sello.

—Yo sí que cambiaría mi sello por un sello —dijo Alcestes.

 
Y después el Caldo se acercó a nosotros. El Caldo es nuestro vigilante y desconfía cuando nos ve a todos juntos, y como siempre estamos juntos, porque somos un grupo de compañeros fenómeno, el Caldo desconfía todo el tiempo.

—¡Mírenme bien a los ojos! — nos dijo el Caldo—. ¿Qué están tramando ahora, mala hierba?

—Nada, señor — dijo Clotario—. Hacemos filatelias, o sea, que cambiamos sellos. Un sello por dos sellos, o algo así, para hacer colecciones estupendas.

—¿Filatelia? — dijo el Caldo—. ¡Eso está muy bien! Muy instructivo, sobre todo en lo concerniente a la historia y a la geografía. Y, además, una buena colección puede llegar a valer mucho... Hubo un rey de no sé qué país, y no me acuerdo de su nombre, que tenía una colección que valía una fortuna... Bueno, hagan sus cambios pero pórtense bien.

El Caldo se marchó y Clotario tendió su mano, con el sello dentro, a Rufo.

—Entonces, ¿de acuerdo? —preguntó Clotario.

—No — contestó Rufo.

—Yo estoy de acuerdo — dijo Alcestes.

Y, después, Eudes se acercó a Clotario, y, ¡hale!, le quitó el sello.

— ¡Yo también voy a empezar una colección! —gritó Eudes, riendo.

Y echó a correr. Clotario no se reía, corría detrás de Eudes gritándole que le devolviera su sello, asqueroso ladrón. Entonces, Eudes, sin detenerse, lamió el sello y se lo pegó en la frente.

— ¡Eh, chicos! — gritó Eudes—. ¡Mirad! ¡Soy una carta! ¡Soy una carta por avión!

Y Eudes abrió los brazos y empezó a correr haciendo «braom, braom»; pero Clotario consiguió ponerle la zancadilla, y Eudes cayó, y empezaron a pelearse terriblemente, y el Caldo volvió corriendo.

— ¡Oh! ¡Ya sabía yo que no podía confiar en ustedes! — dijo el Caldo—. Son incapaces de distraerse inteligentemente. ¡Ustedes dos, castigados!... Y, además, usted, Eudes, va a hacerme el favor de despegarse ese ridículo sello que tiene en la frente.

—Sí, pero dígale que tenga cuidado de no romper los dientes — dijo Rufo—. Es uno de los que me faltan.

Y el Caldo lo mandó castigado, con Clotario y Eudes.

 
Los únicos coleccionistas que quedábamos éramos Godofredo, Alcestes y yo.

—¡Eh, chicos! ¿No queréis mi sello? —preguntó Alcestes.

—Te cambio tus tres sellos por mi sello — me dijo Godofredo.

—¿Estás loco? — le pregunté—. Si quieres mis tres sellos, dame tres sellos, ¡no faltaba más! Por un sello, te doy un sello.

—Yo sí quiero cambiar mi sello por un sello — dijo Alcestes.

— ¿Y qué ventaja saco? — me dijo Godofredo—. ¡Son los mismos sellos!

—Entonces, ¿no queréis mi sello? —preguntó Alcestes.

—Yo estoy de acuerdo en darte mis tres sellos — le dije a Godofredo— si me los cambias por algo bueno.

—¡Vale! —dijo Godofredo.

—Está bien; ya que nadie quiere mi sello, ¡mirad lo que hago con él! —gritó Alcestes, y rompió su colección.

Cuando llegué a casa, de lo más contento, papá me preguntó:

— ¿Qué, joven filatélico, cómo marcha esa colección?

—Estupendamente — le dije.

Y le enseñé las dos canicas que me había dado Godofredo.”
 

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