martes, 19 de enero de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 48

30.  UNA CONSPIRACIÓN A PLENA LUZ Y UNA JUERGA TABERNARIA
El reingreso en los médanos de la cotidianeidad, rumbo al piélago de la desilusión, no estuvo exento de ciertos alicientes y sorpresas. Por un lado los colegas del instituto comenzaron a olvidar poco a poco el incidente que nos había distanciado. El primero en aproximarse fue, cómo no, Mateo. Como él no había ido al viaje de estudios a divertirse, mi atolondrada deserción y las consecuentes represalias sobre el grupo, no le habían estropeado la diversión. Antes bien le habían permitido concentrarse en aprender todo lo que de técnica pictórica puede absorber una mirada atenta en los mil y un museos que jalonaban el camino, en los que atendió reconcentrado hasta la última palabra de Pichot, muy dado a interminables disertaciones sobre los entresijos de las Bellas Artes, esas que tanto apasionaban a mi amigo y tan poco a casi todos los demás.

 
 - Estoy interesado en adentrarme en la pintura al óleo – me dijo Mateo – porque es la técnica más compleja y de más posibilidades expresivas. Tienes que venir a mi casa a ver mis primeros pinitos. Las artes plásticas en general y la pintura en particular serán un vehículo formidable de transformación social en los cambios que se avecinan.

 - ¿Qué cambios? ¡Ah! La tele en color y eso…

 - Voy a acabar comprendiendo por qué te llaman Pinchaúvas, amigo Teo. No. Me estoy refiriendo a cambios políticos: el general Franco va a cumplir 76 años y no puede durar eternamente. Tú no tienes conciencia de las transformaciones que tendrán lugar entonces, claro, pero en este país los trabajadores van a tomar el poder y van a cambiar el signo de la dictadura.

Creo haber señalado que ésta era una de las ventoleras de Mateo, una tabarra política medio incomprensible y medio peligrosa, con la que percutía sin piedad en los oídos de los pocos que no salíamos huyendo al verlo aparecer por una esquina. Me tuvo tres cuartos de hora hablándome de lo importante que era un mandamás chino que se llamaba Mao Tse Tung, el cual les había regalado a sus novecientos millones de amarillos paisanos, un libro que había escrito, un libro que tenía las tapas rojas y por eso se llamaba “El Libro Rojo de Mao”, donde les daba instrucciones para dar todos a la vez una patada en el suelo con lo que, siendo tantísimos, harían temblar al mundo. Del temblor que se produciría, las aguas encharcarían la Tierra entera y todos nos pondríamos a cultivar arroz como los chinos. Y el presidente Mao Tse Tung gobernaría el mundo que, tras la sacudida, sería un oasis pantanoso de paz y prosperidad. A él se lo habían dicho, hace unos días en Zaragoza, unas chicas navarras muy majas que hablaban de libertad sexual y de una organización revolucionaria de los trabajadores…

 - Libertad sexual, vaya suertudo, follaste con ellas entonces... ¿No?

 
No conseguí interrumpirle. Una organización revolucionaria de los trabajadores que iban a crear para que, cuando los chinos dieran la patada que haría temblar el mundo y todo se encharcara, repartir semillas de arroz a todos los que quisieran empezar ya con la siembra y, de este modo, nadie sufriría nunca más desnutrición.

Esto lo dijo mirándome a mí, así que no me quedó más remedio que mostrarle mi superioridad en otro terreno:

 - ¿Has calculado ya las integrales que tenemos para el lunes? Porque si no, te las paso.

Mateo era muy malo en mates, asunto que enmascaraba celosamente, como si fuera un desdoro.

 - No. Ya las tengo hechas. Las he resuelto al mediodía después de comer. No tenían excesiva complicación. Bueno, ¿vendrás mañana por la tarde a echarle un vistazo a mis primeros lienzos? Tráete a Nines si quieres, que me fío más de su criterio que del tuyo.

 
Me quedé con los ojos como platos. Por un lado porque a mí, que era el mejor de la clase en matemáticas, si quitabas a la Yegua y a su amiga de las gafas gordas, que era tan horrorosa que ni me acuerdo cómo se llamaba, las integrales en cuestión me habían costado toda la tarde de ayer y había una que no sabía si la tendría bien, así que para Mateo debían ser como el libro ése de Mao en edición original: un batiburrillo de ideogramas hermético e indescifrable. Por otro lado no comprendía el mecanismo que había cuajado, a los ojos de todo el mundo, mi evasiva relación con Nines: para Mateo y los demás, era mi novia y punto. Vi salir al Congrio de la pescadería y me escondí en un portal. Mira que si él también estaba al tanto… Veía sus brazos como ramas del árbol de la Salud y su mandíbula como la proa de un remolcador y me cagaba en los calzoncillos, por suerte pasó de largo.

 - ¿De quién te escondes? – Dijo Mateo. – El señor Rapún sabe que sales con su hija. Me lo contó mi abuela que estuvo en la pescadería comprando chirlas. Si no te ha saludado es porque está esperando que Nines te lleve a casa para presentarte en plan formal.

El vértigo casi no me dejó articular palabra, pero al final conseguí despedirme:

 - Adiós, pintamonas. Mañana a estas horas me presentaré en tu casa. Ten preparado el ácido clorhídrico.

Así era como llamábamos a su vino rancio, por mor de la etiqueta que lo camuflaba en un rechoncho frasco marrón. Esta alusión me despertó las ganas de echar un trago y me encaminé directo hacia “El Arcángel”.

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