lunes, 11 de abril de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 52

Durante muchos días habíamos dejado de vernos con Nines. La excusa oficial era que yo tenía que concentrarme en los libros para poder sacar una buena nota en la Reválida, conservar la beca y continuar con los estudios. Aquella última tarde en el Rompeolas, se había mostrado remisa y renuente. Fui a darle un beso, pero me rechazó y me dejó con los labios fruncidos en el vientecillo fresco de la tarde. Y esto, que no había ocurrido jamás entre nosotros pues siempre era ella la más proclive a las expansiones cariñosas, o incluso eróticas, me sorprendió y me dejó herido en mi presunción y bastante amostazado.

 - Teo, siempre he sabido que no te tomas lo nuestro en serio – comenzó y, hacia el oeste, río Aragón abajo, unas nubes del color del vientre de los pescados más veteranos de entre los que ofertaba su padre, echaban a rodar por el cielo la primera amenaza de tormenta de la temporada. – Yo me hago la distraída, y aunque pueda pasar por idiota, no soy idiota: estaba convencida de que con el tiempo cambiarías, pero no haces otra cosa que permitir que me desahogue, para que luego me calle y todo siga igual y de la misma manera.


Me estaba poniendo en bandeja la ocasión tan largamente esperada, sin embargo no me atreví a entrar con el descabello, como tan a menudo había fantaseado: ahí te quedas, bici sin ruedas.




 - Piensa por ejemplo – continuó, – que siempre me das largas cuando te pido que vengas a buscarme a casa para que te pueda presentar a mis padres.


 - Pero si ya conozco a tus padres, además el señor Rapún me da mucho respeto…


 - Sí, y por eso lo llamas el Congrio cuando estáis de cachondeo con tus amigotes, Teo, trata por un momento de afrontar alguna cosa con formalidad, hace casi un año que salimos y nunca te comprometes, siempre vas a remolque y nunca tomas la iniciativa, nunca me incluyes en tus planes, nunca me propones que hagamos algo juntos, siempre tengo que ser yo la que tire y empuje, siempre yo, me está entrando el complejo de ser una pesada.


“Eso mismo”, pensé, eso mismo, díselo en voz alta y te la habrás sacado de encima. Pero no me atreví. Ya no estaba tan seguro de que era eso sin más lo que quería.


 - Va, chica, un par de semanas, lo justo para prepararme bien los exámenes, dos o tres semanas sin quedar, hasta que se acabe este curso tan cabrón y luego te prometo que me presento en tu casa y le digo al señor Rapún que quiero salir con la chavala más guapa de Jaca. Y no me refiero a tu hermana…


 - Vamos a hacer lo que tú dices, Teo, yo sería capaz de darte todas las oportunidades que hicieran falta, no me importa esperar, ya lo sabes y, si quieres que te diga la verdad, eso de los estudios me parece una pérdida de tiempo, incluso para ti. En especial para ti, porque fíjate: en el banco Hispano Ansotano sale una plaza de botones. Si te la consiguieras sacar, ya tienes, como aquel que dice, la vida resuelta. Primero, ordenanza, vale, te parecerá poca cosa; pero luego, auxiliar; más tarde, oficial y, quién sabe si después llegas a cajero, interventor, director incluso; soñar no cuesta nada. Y te quedas en Jaca: en tu casa no tendrás gastos, podrás ahorrar todo lo que ganes.


 - Pero, ¿tú estás mal de la azotea o qué coño te pasa? Soñar, lo que se dice soñar para mí, es una carrera universitaria: profesor, médico, abogado, filósofo, historiador, perito mercantil, yo qué sé…


 - Es que si te vas a estudiar fuera, se acabó, te olvidarás de mí y, por nada del mundo quiero que eso ocurra. Estaría dispuesta a…




Se interrumpió. En la esquina de uno de sus ojos, mates en la semioscuridad que había caído en el parque, una lagrimilla redondeaba un destello de perla fugaz. En ella vi reflejado el primer relámpago que hendía el horizonte y un trueno salvaje me sobresaltó con su ruido de cañón Gran Bertha.


 - Corre, vamos – dije agarrando con firmeza su brazo sedoso y flaco – que nos vamos a calar si seguimos aquí pasmados pelando la pava.


Pero no nos valió de nada: una cortina de agua nos puso empapados antes de que llegáramos corriendo, como pollos sin cabeza, a la escalinata del Paseo. Nines, convertida en una sopa de marisco, se reía un poco sofocada por la carrera: le parecía gracioso el cataclismo que estábamos compartiendo allí, solos en la brillante oscuridad, bajo las mangueras del cielo. Entonces fue ella la que me besó. Y esta vez me supo más dulce que nunca.


Debía de ser el chicle.




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