domingo, 15 de mayo de 2016

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 54

33.                  NEGOCIOS OSCUROS Y DOLORES DIFUSOS
Una de las más incomprensibles circunstancias de aquél verano laberíntico fue la extraña amistad que se había establecido entre mi hermano Rosendo y Serafín. Yo no podía concebir dos personas que pegaran menos o que les separaran más cosas. Por un lado, la edad; mi hermano iba a cumplir 23 años ¿Y cuántos tendría Serafín? Treinta y tantos, o cerca de cuarenta. Esto, para mí, en aquellos tiempos, era una barrera infranqueable: solo podías ser amigo de los que, más o menos, tenían la misma edad que tú, de no ser así, el asunto me sonaba poco más o menos a lo amigo mío que había sido don Gregorio.


Y no solo eso: eran dispares de tamaño (el de mi hermano alcanzaba ya al de un rinoceronte bien cebado), de carácter, de cultura y formación, de actitudes, de aficiones, de todo lo que me pueda imaginar. Serafín era tranquilo y apacible, en tanto que mi hermano era, probablemente, el mayor camorrista de Jaca; a Serafín le gustaba charlar y era refinado, correcto, pulcro y un tanto empalagoso, mientras mi hermano era hosco y de pocas palabras, la mayoría de las cuales eran una peculiar combinación de gruñido, eructo y juramento; Serafín sabía un poco de todo y estaba muy al día en la música moderna, mi hermano fuera del taller era un acendrado ignorante y se había quedado entre Jorge Negrete y Manolo Escobar; Serafín era más religioso que el propio Pablo VI y estaba siempre a vueltas con Jesucristo, la Virgen María, los Apóstoles y los Santos, igual que mi hermano, solo que éste, para revolcarlos por el fango y sepultarlos bajo una tupida masa de excrementos tiernos…



A menudo salían juntos a pescar al río Gas, un riachuelo que corría mansamente por detrás del campo de fútbol, los dos montados en una petardeante y descacharrada Montesa que mi hermano había restaurado, en el taller donde trabajaba, con las más heterogéneas piezas de quincalla robadas a los chatarreros. A su regreso, Serafín abría el bar más tarde y, de alguna manera que no sabría explicar, se mostraba como intranquilo y azorado. Rosendo, que se había convertido en un sempiterno cliente, cosa que no me hacía ni pizca de gracia, parecía vigilarlo y, en términos generales, nuestro amado antro nos daba la sensación de estarse echando a perder de modo paulatino: aún más cochambroso y con una humareda todavía más espesa, aún menos frecuentado por las chicas y atrayendo, tal vez por la nefasta influencia de Rosendo, a alguno de los tipos de peor catadura del pueblo que, sin ser muchos, bastaban para hacer que los chavales del instituto comenzáramos a sentir una notoria incomodidad.


 - Ese es uno que llaman el Magras – me informó Chus, bajando mucho la voz. – No mires hacia allí, joder, Pinchaúvas, que eres menos discreto que la caravana del circo Price. Hizo la mili con tu hermano en Ceuta, aunque parece diez años más viejo y dicen que el otro día le sacó la navaja a un quinto en el bar “El Marroquí”, sólo porque lo estaba mirando y no le gusta que le miren allí donde tiene la oreja cortada, así que tú dirás si no se está deteriorando el ambiente en este bar. Tendríamos que hablar con Serafín, para ver de qué va todo esto. Un día que no estén esos, claro; coméntaselo tú, que contigo no sé por qué tiene mucho miramiento. Dile que nos vamos a tener que largar a otro bar: Jezú tiene miedo de ponerse a jugar a las cartas si están por ahí el Magras, tu hermano y ese otro que le dicen Chachán el Negro…


Serafín ya no me daba el latazo con sus ínfulas de supuesta paternidad, menos mal, pero a cambio, bajo la atenta mirada de mi hermano Rosendo, me esquivaba, por lo que pensar que tendría un rato para charlar tranquilamente conmigo era poco realista. Para mí, sencillamente, los mayores estaban comiéndonos el terreno y aquél ya iba a dejar de ser nuestro bar: se habían apropiado de la máquina del millón, ponían horteradas en la sinfonola y trufaban con gargajos grandes como huevos fritos el suelo. Entró Josemari y saludó jovialmente:


 - ¿Qué tal chavales? Hola Serafín, ponme un blanco, ¿Qué tal se está dando la pesca de la anguila y el barbo? ¿O encontráis ostras en el río Gas y os vais a forrar con las perlas?


Nos miró para ver si le apoyábamos con nuestras risas desustanciadas, pero Rosendo le encaró con malas pulgas:


 - ¿Y a ti qué cojones te importa lo que este y yo pesquemos o dejemos de pescar en el río Gas, mochuelo? ¿Acaso nos vas a comprar la mercancía?


 - Por favor – terció Serafín -, que se trata de buenos clientes y no se meten con nadie, además son solo unos chavales y no tienen mala intención.



Josemari era un bromista obstinado y no dio su brazo a torcer:


 - Vale, Serafín, seguro que alguna tapa de pescadito frito caerá un día de éstos, será todo un detalle.


Rosendo no se paró a pensar que estaba dirigiéndose a mis amigos:


 - Nos estás ya tocando los huevos, gracioso: tú has venido hoy aquí porque te la querías ganar.


En estas, el Magras se había aproximado, desde atrás y cogió a Josemari por la tira de su camisa:


 - ¡A la puta calle, chaval, que aquí no estamos para hostias!


De modo harto deshonroso y sin acabarnos los chatos, salimos los tres del bar: no parecía cosa prudente enfrentar al Magras ni a mi hermano. Caminamos desanimados calle Mayor arriba, calle Mayor abajo. Chus y Josemari estaban tan acalorados que juraron no volver a poner los pies en “El Arcángel” y me culpaban a mí por tener un hermano tan impresentable. 


Mi hermano que, por cierto, había roto con Antonia y eso me hizo recordar de nuevo a Nines y echarla mucho de menos. Por supuesto que no les iba a comentar nada de eso a estos dos, menudo cachondeo se montarían los muy desaboridos.

Hacía tres o cuatro días, Josemari había debido reparar, casualmente, en la cantidad de tiempo que hacía que no se me veía callejeando con Nines y lo comentó a su modo, digamos, mesurado:


 - Joder, Pinchaúvas, hace días y días que estás a dieta de mejillones, ¿qué comes ahora, almejas?


Yo me hice el sordistraído, pero Chus no me dio tregua y tradujo:


 - Es verdad, Pinchi, me he enterado de que te has quedado sin novia, se te acabó el chollo. Mi madre fue a comprar gambas a lo de Rapún y el Congrio le dijo que la ha mandado a trabajar al país de los gabachuzos: ya no la verás más. Menudo el adelanto que nos llevan: yo estuve allí una semana, ya sabes, el verano pasado y es como viajar al futuro. Además, con lo que se gana allí, se comprará un descapotable para irse a la playa, a la costa Azul a hacer esquí acuático, y tú, pobrecillo, a meneártela pensando en esta seductora escena.


Me puse rojo de vergüenza: Chus había adivinado mi sórdido pecado, aunque la escena era diferente, digamos que de menor opulencia. Chus pensó que me había cabreado y paró el carro.



Pero no era cosa de echarlo de nuevo a rodar. Y menos esa tarde, con lo cariacontecidos que estábamos: nos habíamos quedado sin nuestro antro de toda la vida y nos habíamos portado, al menos ante nuestra propia estima, como unas ratas pusilánimes, por no saber afrontar con un resto de dignidad el exceso arbitrario de mi hermano y el Magras.


 - Llevas mucho rato callado, Pinchaúvas, ¿no estarás echando a faltar a alguien? – empezó esta vez Chus.


 - ¿Tal vez a una pequeña estrella del teatro…? ¡Igual se hace actriz en Francia! - remató Josemari.


 - Callad sosos, os he dicho mil veces que no me gustaba, no-me-gus-ta-ba, ¿es que no se os queda?
 – Y, en mi cabeza, resonó un tercer eco: no sabía cuánto me gustaba. Menos mal, que antes de que se me notara la alarma en la cara, Chus cambió de tercio:

 - Joder, qué muermo pueden llegar a ser las vacaciones cuando no se tiene plan. Hala, vamos a mi casa a escuchar otra vez el álbum blanco de los Beatles, hasta que se gasten los dos discos y se queden traslúcidos.

Nos apuntamos y nos encaminamos a la avenida de José Antonio, Chus iba tarareando el Ob-La-Di Ob-La-Da como si le pareciera una tonadilla muy ridícula.


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