viernes, 5 de mayo de 2017

Jaca. Primer Viernes De Mayo

La colorida y multitudinaria fiesta de ‘Viernes de Mayo’ es un recuerdo muy remoto, de la infancia que pasé en Jaca. Hace casi 50 años que no voy con este motivo a mi localidad natal y ahora, como me temo lo peor (respecto al devenir de las fiestas populares), me conformaré con una breve evocación, tan alegre como imprecisa, en lugar de ponerme a tiro de que la experiencia no refrende para nada lo que mi memoria atesora.

Y me viene a la mente una mañana muy luminosa (siempre hacía sol), y festiva (no había escuela). Y un desfile que despertaba una expectación inusitada, ni siquiera las fiestas mayores nos regocijaban tanto. A caballo, por el adoquinado, el conde Aznar y sus caballeros, que habían vencido a los moros con la estratagema de convocar a mujeres y niños tras las murallas de la ciudad. De este modo, los enemigos pensaron que los defensores a que se enfrentarían eran más numerosos de los que en realidad había. Buena parte de los cuales, además, se habían ausentado para luego tender una emboscada a su retaguardia. Total que les habíamos dado una sangrienta panadera y de aquí habían salido los mimbres de la cuna del reino de Aragón.


Esto nos contaban los maestros, ¿verdad histórica o leyenda? Ni lo sé, ni lo pienso averiguar. El caso es que el conde Aznar y su séquito paseaban a caballo con unas lanzas en cuya punta (¿lo recuerdo o me lo estoy inventando?) lucía el atrezo de unas ensangrentadas cabezas de caudillos moros, trofeos y testimonios de la victoria.



Detrás venía lo mejor: las cofradías de labradores y artesanos, todo varones, claro, con las escopetas al hombro. Esto de las escopetas era un anacronismo que no hacía la menor mella en el ánimo del espectador jaqués. Y además, había un arsenal, decenas y decenas, todos los participantes llevaban la suya. Los artesanos iban vestidos de pamplonicas: pantalón y camisa blancos, cinto y boina rojos. Los labradores se ataviaban como de baturros, con un sombrero que era una belleza: hojas y flores, cintas, abalorios y espejos... Entonces hubiera matado por tener uno.


Cada cien o doscientos metros se paraba el desfile y, por turno, labradores y artesanos disparaban al aire una nutrida salva con las escopetas. ¡Prrrruum! ¡Putum! Contra más concertada y uniforme era la salva, más vitoreábamos y aplaudíamos. Al final, cada año, una de las cofradías era declarada vencedora, aquélla en que habían disparado todos como un solo hombre.



Mucho olor a pólvora en las calles y una fiesta muy participativa, todos los zagales nos comprábamos, en almacenes El Siglo y otros bazares, unos artilugios que ningún adulto actual pondría en manos de un niño: unos hierros rectos como de ochenta centímetros, terminados en una punta, donde poníamos un detonante de cartucho (también los vendían) para podernos sumar al estrapalucio general. Los más cretinos los estallábamos junto a las medias de las mujeres, las faldas de las niñas, o los sitios donde el estropicio y la incomodidad pudieran ser mayores. Cuando terminaba el desfile, cantábamos a voz en cuello el “Himno del Viernes de Mayo” que he encontrado y reproduzco, porque es lo que ha dado lugar a esta entrada.



Obviamente, todo esto es anterior a los tiempos de la corrección política, la obsesión por la seguridad y la preocupación por la exactitud histórica, pertenece a una época más despreocupada y amante de las mixtificaciones. Cómo se desarrolle ahora, hoy, es algo que no sé y no voy a preguntar. 

1 comentario:

  1. No te lo inventas, no. A mí siempre me pareció grotesco aquello de las cabezas....
    Los artilugios de El Siglo, también llamados "matamoros", Qué horror!, fueron prohibidos hace unos años; los caballos se asustaban mucho. Petardos, sin embargo, "en hay muchismos" que diría mi abuela.
    Mis recuerdos de infancia de ese día se adelantan unas horas. Hacia las ocho de la mañana, e incluso antes, empezaban a oírse tambores y nos levantábamos de la cama cual resorte, con la misma ilusión con la que lo hacíamos el día de Reyes. Muchos participantes de lo que más tarde sería el desfile dejaban sus tambores en el patio de mi casa, camino del cementerio donde almorzarían buenas brasas, ensaladas y tortillas, tal como seguimos haciendo hoy en día. Mi abuela abría una habitación, vetada el resto del año, solo para poder ver bien la procesión. Allí, pasábamos ratos y ratos contemplando todo el bullicio y el colorido de artesanos/as, labradora/as, joteros/as, caballos y demás personajes que se preparaban ansiosos para comenzar el desfile. Y entonces, el primer disparo de trabucos justo delante de las ventanas de la habitación vetada. Empezaba el desfile, qué emoción!

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