martes, 22 de agosto de 2017

Carmageddon En Barcelona

He leído en algún sitio que se acaban de cumplir 20 años del lanzamiento de este popular videojuego, que está resultando una inagotable fuente de inspiración para un número preocupantemente elevado de imamporreros, islamotarados y musulmajaderos que, sin estar provistos en sus miserables existencias de otra cualidad que la capacidad de ocasionar entre el resto de los seres humanos el mayor daño, dolor y destrozo posible, ven facilitado su funesto propósito por la palmaria incapacidad de autoridades, la soñolienta decadencia de instituciones y la alegre y confiada ciudadanía, sin otra aspiración ni responsabilidad que pasarlo bien.

Carmageddon es una fantasía, hecha macabra realidad varias veces recientemente, en plan autos de fe, no sé si se pilla el juego de palabras antirreligioso. Lo deliciosamente siniestro del asunto es que probablemente alguna de las víctimas jugaría, en su momento, al popular juego en el que el atropello de peatones indefensos daba puntos extra. Pobres, pobres de nosotros, con nuestras fantasías más aterradoras puestas en manos de los que peor nos quieren.



Desde luego que salir de la inanidad en esta atroz guerra, que nos ha sido declarada al conjunto de la población de Europa Occidental por aún no sabemos bien quién, nos llevará algún tiempo y es fácil parlotear sobre estos ataques indiscriminados y horrorosos (como yo estoy haciendo), evidentemente una cosa es experimentar el dolor, el horror, el pánico y la repulsa, y otra muy diferente tener la menor idea de cómo atajar o precaver estas dantescas matanzas con las que los chicos del Corán nos están obsequiando de unos pocos años a esta parte. Fíjate, ni siquiera las autoridades se sienten responsables de no tener la menor idea al respecto: incluso aunque la alcaldesa de la indefensa ciudad atacada por la horda islamista, hubiera atendido a las indicaciones del ministerio del interior y hubiera sido capaz de descifrar la recomendación de poner barreras físicas en el acceso al circuito de la muerte, podría no haber servido de nada. Simplemente no puedes detener a todos aquellos que te quieren mal y están dispuestos a hacerte daño sólo porque sí: siempre encontrarán la manera de saltarse los bolardos, proveerse de explosivos, o rajar a atemorizados transeúntes. Siempre que su intención sea esa y sólo esa, no pueden fallar.



He tardado unos días tras esta exhibición de atrocidades en acertar a expresar una opinión, en primer lugar porque ni es valiosa ni nadie me la ha pedido; en segundo lugar porque no quería darla en caliente, donde lo único que alcanzo a barbotar son palabrotas y preposiciones y, en tercer lugar, porque quería disponer de una información lo más contrastada posible, cosa que, a bote pronto los actuales medios de comunicación imposibilitan, ya que las primeras cuarenta y ocho horas son de ruido y furia, accediéndose muy poco a poco a las noticias propiamente dichas, cuando la parroquia empieza a estar saturada del asunto y ya no le presta la menor atención.


A mí, una vez pasados el espanto y la conmoción, lo que más me sorprende es ese “¡no tenim por!” No tenemos miedo, coreado por la peña para darse ánimos. ¿Que no tenéis miedo? Pues yo me cago por la pata abajo: en primer lugar, no sabes quién te golpea, ni cuándo repetirá, ni dónde le vendrá bien, ni por qué o por qué no estas señalado, ni qué emplearán para liquidarte y no tienes ni refugio antiaéreo ni sirenas de alarma, bueno, te queda el consuelo de que peor y mucho más peligroso era la peste negra, los campos de exterminio nazis, o ser residente en Hiroshima en agosto de 1945. El que no se consuela es porque no quiere.



En esta inanidad, consustancial a la vida posmoderna, el único recurso que nos queda es ampararnos en las estadísticas del horror, la mutilación y el sufrimiento (es poco probable que nos toque a nosotros o a los seres cercanos, de hecho es mucho más probable que nos alcance un accidente de tráfico, aunque en este caso ayuda bastante la prudencia, virtud que en el supuesto anterior no sirve para nada), nos queda también quizá, tocar madera y meter la cabeza entre las rodillas, pero miedo vamos a pasar un rato, por eso lo llaman terrorismo, ¿no? valga la redundancia.


De todos los efectos atroces que la cosa puede tener, el sumergirnos en una marea de desconfianza e incertidumbre (más alla de las inherentes al mundo que disfrutamos), la eventual pérdida de libertades y garantías, o el que nos toque otro Zapatero y vuelva a bajar el sueldo de los funcionarios, o peor aún, que repunten con fuerza alternativas autoritarias, fascistas o xenófobas, de todas las secuelas como digo, la que a mí primero me alcanza y me molesta de lo lindo es soportar a los quintacolumnistas que, sin saber todavía quién es el enemigo, ya lo defienden, encaminando todos sus esfuerzos a demostrarnos que la culpa la tenemos nosotros, es decir, que los agresores somos nosotros o, por concretar esta vez, la pobre gente que falleció atropellada en las Ramblas y que, entre otros muchísimos agravios, eran responsables de... Yo qué sé... no haber velado por la decencia de sus mujeres, no haber puesto fin al conflicto sirio, haber desencadenado el cambio climático, haber depuesto y ejecutado a Gadafi y a Sadam Husein, no haberse implicado con la causa palestina, haber esquilmado los recursos de los países pobres (evitándoles disponer de su propia flota de furgonetas), o haber participado en la expansión de un turismo “depredador, elitista y masivo” (según denunció la CUP).



Pobre, pobre gente, atropellada dos veces.

No hay comentarios:

Publicar un comentario