miércoles, 9 de agosto de 2017

Noticias Mías

“¡Tendrás noticias mías! ¡Te enviaré a mis abogados!” Así solía despedirse, años ha, un colega bienhumorado, emulando al Marx bienhumorado, es decir, a Groucho. Acabo de constatar, con alarma, que han pasado casi dos meses desde que publiqué la última entrega en esta página desdichada, donde las visitas hubieran caído en picado de haber habido espacio que tal cosa posibilitara. Bien es verdad, sin que sirva de excusa, que mi vetusto ordenador ha necesitado un lifting urgente y ha estado varios días en la clínica. Y yo en el paro, siendo que no me veo capacitado a estas alturas para encontrar alternativas, sea con un tablet, con un móvil o con cualquier otro emisor de señales de humo tecnológicas. Tampoco es que me haya esforzado.

Porque uno llega a una edad en la que la aspiración inconfesada es minimizar las relaciones con los coetáneos que, a sí mismos, se dotan del nombre de amigos. La amistad es una carga llevadera en los años académicos: uno forma parte de un grupillo de afines para alborotar, gamberrear, abusar de los más débiles, o formar un rebaño lo bastante tupido y apretado para defenderse de los más fuertes. Más tarde uno se integra en una pequeña jauría para salir a la caza de los del sexo opuesto con ánimo de conquista sexual, o simple ligue de pasatiempo. Conforme se van consiguiendo los propósitos que propiciaron semejante agrupación, la jauría va menguando con las inevitables defecciones de los que han conseguido liarse. Por fin, uno trata de alcanzar una afinidad en petit comité, para compartir gustos, yo qué sé, comentar libros, música, películas, gastronomía, moda o deportes. Estas relaciones suelen ser más duraderas en el tiempo, pero al final se agotan por el inevitable desgaste de la complicidad, cuando no acaban en una insalvable controversia (“¿Cómo va a ser el cine de los Coen mejor que el de Scorsese?” “Pero ¿aún sigues anclado en Pink Floyd? A mí siempre me parecieron la síntesis perfecta de lo aburrido, lo pretencioso y lo infumable.”)



Conforme van pasando los años, si has alcanzado el privilegio de soportarte a ti mismo, lo más cómodo y saludable acaba siendo minimizar o constreñir las relaciones llamadas de amistad. Y es lo que hacemos todos, al menos en este planeta solitario y polvoriento, en el que las bolsas de plástico asfixian el mar y la resignación asfixia la tierra firme. Yo prefiero soportar a Sibelius, a Borges o incluso a Dostoievski, que a mis amigos de carne y hueso. Tal cosa, durante mi juventud, me resultaba difícil de prever, incluso difícil de imaginar, pero sobreviene y en éstas estamos. Por eso ideé, a modo de preservativo, este malhadado blog. La idea era muy simple, contarles a mis amigos lo que se me pasara por la cabeza, para evitar el temido “¿Qué te cuentas?” que me solían espetar cuando hacía días que no nos veíamos y que me dejaba, indefectiblemente, en blanco.



Y es que, claro, si no acostumbras a practicar la pesca submarina, a subir al Kilimanjaro o a representar a alguna infanta en los tribunales o a algún grupo social desfavorecido en los escraches, tienes que echar mano de tu aventura anímica que es mucho menos interesante y a la que nadie tiene la menor intención de atender. O de tus cada vez más frecuentes y aburridas relaciones con las autodenominadas autoridades sanitarias que, a estas alturas de la existencia, viven de decretar nuestra ruina y sacarle todo el partido posible.



“¿Qué es de tu vida?” Me dispara el amigo en los cada vez más ralos y raros reencuentros, “¿cómo lo llevas?” Y esto me pone en la pista de que no ha leído una sola palabra de las que esa especie de ego náufrago y cargante ha echado en el mar durante las últimas semanas. Pero, por dios, ¿yo qué coño esperaba? ¿Qué me preguntara por el catálogo de puertas rústicas de la provincia? ¿Qué se asombrara de mi preferencia por un poeta tan viejuno como Dámaso Alonso, habiendo poetas que conectan con las inquietudes de los jóvenes y los problemas de nuestro tiempo, como García Montero? Vaya pretensión la mía. Pues no, como dicta la lógica, un simple y mondo “¿qué has hecho últimamente?”


”Nada”, respondo aliviado. Y él me cuenta su más reciente cénit turístico, o los últimos vaivenes de su tensión arterial y sus niveles de azúcar, sus molestias articulares y otras fascinantes aventuras dignas de mi embeleso. Conforme oigo este runrún, acierto a explicarme la carencia de lectores y admito que habría que establecer una edad, no mucho más allá de aquella a la que he accedido superando incluso un cólico miserere, en la que todos los varones fuéramos puestos bajo la tutela de un personal trainer que nos sugiriera, con inflexible delicadeza, la conveniencia de ahorcarnos.



Por nuestro propio bien.

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