lunes, 27 de noviembre de 2017

El Padre, El Hijo Y El Burro (Cuento Tradicional)

En un libro de cuentos costumbristas y chascarrillos baturros que me regaló mi padrino cuando yo era un tierno infante, leí por primera vez esta historia que, a dia de hoy, estoy convencido de que es universal, si bien no demasiado conmovedora, apta para cualquier lector desprevenido que pulule por la red en busca de invenciones ejemplares pero no muy largas. Casi no dudo de que a cualquiera que la ojee distraidamente, le resonará como a mí, procedente de sus más remotos recuerdos infantiles.

En un pueblo del somontano, a menos de media jornada de la capital vivía Cipriano, un hombre viudo algo mayor, que decidió ir a vender sus hortalizas al hermoso mercado porticado de la ciudad.


Cargó, en las alforjas de un borrico de su propiedad, las lustrosas berenjenas, los densos tomates y los sabrosos calabacines y se hizo acompañar de su hijo, para que éste no anduviera, al salir de la escuela, por el pueblo haciendo trastadas con los otros ganapanes. Pronto vendió todo el género que era muy apetitoso y sacó sus buenos cuartos en el animado mercado de verduras, frutas y hortalizas.


Montó a su hijo en el burro y, tirando del ronzal, se dirigió de regreso a su casa. Apenas había salido de la ciudad por el camino del Pueyo, cuando se cruzó con unos paisanos que volvían de las viñas. Tras devolver un escueto saludo, Cipriano oyó que al alejarse, decían:


-Fíjate, el crío sano y fuertote, repantingado en el burro como un señorito y el pobre viejo, con canas y ya un poco encorvado, tiene que andar jibándose los pies con los cantos del camino. A dónde vamos a ir a parar, si es que hoy en día ya no se respeta ni a los mayores.


Un poco apurado, el padre le dijo al chico.


-Mira, vamos a cambiar y así no murmurará la gente.


Se subió entonces al burro y ahora, era el niño el que delante tiraba del ronzal.


Se cruzaron con unas comadres que venían de la ermita, éstas les miraron ceñudas y no esperaron a alejarse para comentar:


 -Mira tú, el señor “coflao” en el borrico, como si fuera un obispo y la pobre criatura bien enclenque, a patita, que va a llegar el chavalín reventado a casa. Hay quien no tiene miramientos con los más débiles, qué mal hombre.


El padre le dijo al niño entonces:


-Anda, sube a la grupa y así, yendo los dos montados, no daremos más que hablar.



Pero aún no habían recorrido mas que unos pocos centenares de metros por el polvoriento y pedregoso camino, cuando se cruzaron con los enlutados que volvían de un entierro. Uno de ellos, exclamó:


-¿Habéis visto qué par de bestias? Si van a escachar al pobre borrico, desde luego hay gente que se piensa que tiene derecho a maltratar a los animales, qué salvajes.


-Quizá tengan razón – dijo Cipriano -, mira, hijo, como ya falta poco para llegar al pueblo, vamos a bajarnos los dos y recorreremos a pie lo que nos resta, que es verdad que el burro debe de estar cansado con la jornada que lleva.


Hacía poco que habían descabalgado, cuando se tropezaron con unos mozos que se iban de fiesta:


-¿Habéis visto qué par de bobos? El borrico sin carga, fresco como una rosa, y ellos dos hechos polvo y gastando suela, desde luego hay gente que no sabe aprovechar lo que tiene, qué memos.


Cipriano muy abatido, se dio cuenta de que nunca se puede contentar a todo el mundo, de que hagas lo que hagas siempre vas a ser criticado, por tanto se prometió no olvidar aquella provechosa enseñanza y, en adelante, hacer siempre lo que le saliera de los cojones.



El burro no estaba cansado, se comió todo el forraje y durmió beatificamente, soñando que era un unicornio.


El niño no estaba cansado, cenó sopas de leche y durmió como un lirón, feliz por haberse picado las clases y haber acompañado a su padre que, encima, le había dado dos reales de propina, una moneda que le gustaba mucho con su agujero en el medio.


Cipriano, derrotado por la fatiga, estuvo dando vueltas en la cama durante toda la noche y es que, la mala leche que se le había puesto, no le dejaba pegar ojo.


Y ahora, una versión ultramarina y musical del cuento:



sábado, 18 de noviembre de 2017

Mañana Empiezo

Es propio de la celebración de la noche de Fin de Año el propósito de iniciar un nuevo capítulo en nuestras vidas, quizá con cambios realistas y no demasiado ambiciosos, desterrando costumbres viciadas e intentando dar un giro a nuestras existencias llenas de previsibilidad, de grisura, de flaquezas y de componendas. Hacia el 5 de Enero, comienzan las dificultades y, como escribió Cavafis, constatamos, un año más, que siempre seremos lo que ya fuimos.

Mañana dejo de fumar, mañana hago las paces con mi hermano, mañana recojo y ordeno el trastero, mañana me pongo a dieta, mañana dejo de cascármela a todas horas, mañana dejo de perder el tiempo con los periódicos, a partir de mañana toco un ratito el saxo todos los días, a partir de mañana preparo unas oposiciones para oficial de juzgados, mañana empiezo a acostarme a una hora más temprana, mañana empieza todo.


Restos dejados por el asalto a los cielos

Habiéndome instalado en una edad colindante con la tercera, me doy de bruces con dos fenómenos vitales innegociables, dos pérdidas que están aquí, las sepa aceptar o no: por un lado disminuye la plasticidad en todos los terrenos, el cerebro se paraliza encallando en la comodidad de las rutinas, por otro, la energía va menguando a pasos agigantados. ¿Es posible un propósito que canalice estas dos menguas para declinar de un modo menos ostentoso? Ay, lo dudo mucho, pero, ay de aquél que no lo intente con toda la firmeza que sea capaz de reunir y se avenga en cambio a un crepúsculo perpetuo, mientras el calendario desgrana la cuenta atrás definitiva... Es evidente que ya no escalaré montañas, ni aprenderé a hablar alemán, ni correré una maratón, ni viajaré a Japón a ver los Juegos Olímpicos, pero si no soy capaz de poner un poco de orden y energía en mi cotidianeidad, me queda un largo y tedioso periplo hasta alcanzar el estado vegetal. Y luego, el mineral.


Las ayudas con las que cuento, al menos en mi caso, son dos: definir propósitos alcanzables y concretos y diseñar un horario estricto, práctico y compatible con mis escasas pero ineludibles obligaciones.


No se hable más: a partir de mañana comienzo mi preparación para presentarme como concursante cuando reediten Operación Triunfo. Es necesario llenar la vacante que dejó el óbito de David Bowie en el corazón de los inconformistas senior. Freddie Mercury me iba menos y, por ese motivo, no moví ficha en su día.


El original
El sosias (pintado en mi iPad)


Qué pedazo de canción (caigo una y otra vez en el espejismo de que habla  de mí). Y me gusta cómo está traducida.

viernes, 10 de noviembre de 2017

El Año De La Muerte De Ricardo Reis - José Saramago

El parco número de aficionados a las lecturas que sigan las entradas con la etiqueta “Libros” en este blog, pueden tener la equivocada impresión de que todo lo que cae en mis manos es chachi y me depara ratos de insoportable diversión, que comparto llevado de mi entusiasmo, de mi acierto y de mi buena suerte. Nada más lejos de la realidad: a veces, mi insobornable disciplina de lector me lleva a lidiar con prestigiosos ladrillos, que me deparan tardes de tedio y cansan mi vista ya casi residual, con bailes de letras fruto del desinterés que la obra causa en mis abatidas neuronas.

Y, claro, debería sentirme en la obligación de compartir también el aburrimiento, para advertir al eventual lector de que se va a enfrentar a un mamotreto sin escrúpulos, ¿no? Soy consciente de que Saramago es un prócer y esta crítica, tan personal como poco fundada, podría ofender a sus numerosos admiradores... En el caso de que leyeran esto, lo cual es muy poco probable, así que, adelante.



La cubierta de mi volumen

¿Por qué empecé a leer esta muy cansina novela? Bueno, la poesía de Fernando Pessoa y los poetas que también eran Fernando Pessoa y a los que dio existencia independiente de sí Fernando Pessoa, entre ellos el depurado clasicista Ricardo Reis, me han causado, desde que los conocí, una rendida admiración, pareciéndome su múltiple personalidad la cumbre que yo soy capaz de apreciar en las letras portuguesas contemporáneas.


Como la novela iba a tratar de una de las personalidades heterónimas de Pessoa (de una de sus máscaras, vamos), me sonó a que podría aportarme datos interesantes de la vida, obra y muerte del gran poeta portugués del siglo XX. Pessoa murió en 1935 y, en la ficción de Saramago, Ricardo Reis, una de las encarnaciones del gran poeta, regresa de Brasil tras la muerte de su... ¿Mentor? ¿Creador? ¿Progenitor? El propio Ricardo Reis morirá en Lisboa en 1936, después de unas cuantas insípidas peripecias amatorias, unos cuantos tediosos vaivenes por la capital portuguesa y unas cuantas confusas conversaciones con el propio Pessoa que, sin ser fantasma, se ausenta del cementerio para hablar de la vida y de la muerte con el opaco doctor Reis.


Esta vistosa portada no refleja el tono de la novela

¿Cuál es la clave para que el libro esté animado de una pasión de tan bajo perfil? ¿De un interés tan escaso? ¿De un argumento tan errático? Es muy simple, Saramago, desde sus concepciones ideológicas, que le absorben hasta plasmar aquí muy poco más que estas mismas convicciones, no admira en absoluto a Pessoa, ni al personaje, ni a su obra, ni a su creación de la que es parte el propio Doctor Ricardo Reis. Queda de este modo perpetrada una obra, no sólo desganada, sino esencialmente insincera. Cuando un escritor, sea de ideología o creencias comunistas (como es el caso), fascistas, reaccionarias, anarquistas, monárquicas o mormonas, no embrida su preconcepción, sino que la deja transparentar en todos sus párrafos, no estamos hablando tanto de obra literaria como de sermón. Y hay que advertírselo al lector, porque si no es creyente, se va a fatigar de lo lindo.


Para el premio Nobel de Literatura José Saramago, Ricardo Reis es un pequeñoburgués egoísta e insignificante, incapaz de percibir la pobreza, la desesperación y la atroz y ridícula dictadura en la que Portugal languidece día tras día. En una Lisboa invernal y desapacible, la peripecia del personaje, comienza con su desembarco e instalación en el hotel Bragança. Viene de Brasil sin un propósito definido, propósito que el autor no se propone definir en las quinientas páginas que nos aguardan. Enseguida nos damos cuenta de que el doctor Reis, médico y poeta, carece de conciencia y sensibilidad social, pecado imperdonable para Saramago, Reis sólo escribe unas odas en plan torre de marfil que, a su biógrafo, le parecen cosa risible, calderilla artística, formas hueras. 


El autor posa en plan intelectual

En el hotel, Ricardo Reis trabará relaciones con un elenco variopinto de personajes, entre los que destacan las dos mujeres que polarizan la escasa tensión sentimental del relato, la señorita Marcenda y la criada del establecimiento, Lidia. A la primera, una dama refinada aunque tullida, la ama con melancolía y renuncia, a la segunda, la usa para sus desahogos de señorito. Entre indiferente y mezquino, Reis, un producto de su clase, nunca será sensible a la entrega, la generosidad y el afecto de Lidia, a la que deja preñada en el más puro estilo calavera... 

Bien, todo esto se amalgama, acompañado de abundante lectura de periódicos, alguna mudanza, un viaje a Fátima, el clímax de una rebelión marinera en plan acorazado Potemkin, muchísimos paseos por Lisboa y mustios diálogos con el difunto Pessoa acerca de la vida y la muerte confundidas. Cuando Saramago se cansa de tan errático pulso, y tarda bastante, mata a su personaje con la misma desgana y falta de consistencia con que lo mantenía vivo, coronando así un texto a la vez denso, insustancial, engolado e insípido.

Bonita frase, y es verdad, la obra no me ha convencido

En cuanto al estilo, la pugna de una prosa desarticulada con amagos de vanguardia con el más puro realismo socialista, da lugar a un híbrido cansino que, sinceramente, no se me ha dado entender en qué plano funciona. Soy consciente del mérito indudable de la obra de Saramago, leí la “Historia del cerco de Lisboa” y disfruté bastante con él, pero esta vez me la ha jugado y, sin ánimo de ofender ni a su memoria ni a sus lectores, éste me ha parecido un guiso demasiado abundante y muy poco apetitoso.


Otra frase, para despedida

viernes, 3 de noviembre de 2017

Perdido En El Supermercado

Decía el humorista Perich: “la experiencia nos enseña que la experiencia no sirve para nada”.

Andaba yo pensando hace unas decenas de meses que me serviría de la presente publicación para compartir mis experiencias como “trabajador de la enseñanza” en un pasado cada vez más remoto y, el otro día, la visita de un ex colega me hizo percatarme, con meridiana claridad, de que, apenas quitas el pie de las aulas, donde el que imparte y reparte se queda con la peor parte, te has convertido a todos los efectos en un fósil, cuyos conocimientos sobre competencias educativas y tedios similares, apenas serían de aplicación en el reino visigodo de Witiza, aquél en el que aún se empleaba la tiza.


No obstante, hoy traigo el tema porque aún continúo buscando aquella “autoridad” tan problemática en el ámbito docente y que, desde luego, no sería devuelta por ciertas pintorescas medidas gubernamentales amagadas por el pepé cuando tenía mayoría absoluta. De modo impersonal observo (y padecía cuando estaba en activo) que escuelas, institutos y otras guarderías adolecen de una alarmante falta de ascendencia o predicamento sobre su inmadura clientela que, en cambio, sí se otorga a la publicidad en los medios de comunicación de masas a la hora de impartir conocimientos, actitudes y valores.



Esto siempre me dejó perplejo: como cualquier docente me daba cuenta de que si mis enseñanzas contradecían las de la televisión, los anuncios o la prensa deportiva, por ejemplo, los receptores ni siquiera se sometían a
 la molestia de tomarlas en consideración para contrastarlas: simplemente las arrumbaban al rincón de las telarañas con las lenguas muertas, las especies extinguidas y las consejas de viejas. Ni más ni menos que si estuviera hablando de cuan largas y tupidas debieran ser las enaguas para alcanzar la decencia.


“¿Te gusta conducir?” Y hasta el menos aplicado de mis alumnos sabía la respuesta encarnada en una prestigiosa marca de coches, debería haberme animado a poner esta pregunta en un examen, en lugar del área del círculo (por cierto, las cifras más bajas de fracaso escolar, se dan en las autoescuelas).


Por eso me llamó la atención el texto que voy a transcribir, del escritor francés Michel Houellebecq. Lo he sacado de una recopilación de artículos, entrevistas y pequeños ensayos que publicó con el título de “El mundo como supermercado”. Lo propongo como reflexión para profesores y maestros y, por hoy, me eximo de dar más la brasa, ahí va:


“La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: «Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.» Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser. La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.”