viernes, 3 de noviembre de 2017

Perdido En El Supermercado

Decía el humorista Perich: “la experiencia nos enseña que la experiencia no sirve para nada”.

Andaba yo pensando hace unas decenas de meses que me serviría de la presente publicación para compartir mis experiencias como “trabajador de la enseñanza” en un pasado cada vez más remoto y, el otro día, la visita de un ex colega me hizo percatarme, con meridiana claridad, de que, apenas quitas el pie de las aulas, donde el que imparte y reparte se queda con la peor parte, te has convertido a todos los efectos en un fósil, cuyos conocimientos sobre competencias educativas y tedios similares, apenas serían de aplicación en el reino visigodo de Witiza, aquél en el que aún se empleaba la tiza.


No obstante, hoy traigo el tema porque aún continúo buscando aquella “autoridad” tan problemática en el ámbito docente y que, desde luego, no sería devuelta por ciertas pintorescas medidas gubernamentales amagadas por el pepé cuando tenía mayoría absoluta. De modo impersonal observo (y padecía cuando estaba en activo) que escuelas, institutos y otras guarderías adolecen de una alarmante falta de ascendencia o predicamento sobre su inmadura clientela que, en cambio, sí se otorga a la publicidad en los medios de comunicación de masas a la hora de impartir conocimientos, actitudes y valores.



Esto siempre me dejó perplejo: como cualquier docente me daba cuenta de que si mis enseñanzas contradecían las de la televisión, los anuncios o la prensa deportiva, por ejemplo, los receptores ni siquiera se sometían a
 la molestia de tomarlas en consideración para contrastarlas: simplemente las arrumbaban al rincón de las telarañas con las lenguas muertas, las especies extinguidas y las consejas de viejas. Ni más ni menos que si estuviera hablando de cuan largas y tupidas debieran ser las enaguas para alcanzar la decencia.


“¿Te gusta conducir?” Y hasta el menos aplicado de mis alumnos sabía la respuesta encarnada en una prestigiosa marca de coches, debería haberme animado a poner esta pregunta en un examen, en lugar del área del círculo (por cierto, las cifras más bajas de fracaso escolar, se dan en las autoescuelas).


Por eso me llamó la atención el texto que voy a transcribir, del escritor francés Michel Houellebecq. Lo he sacado de una recopilación de artículos, entrevistas y pequeños ensayos que publicó con el título de “El mundo como supermercado”. Lo propongo como reflexión para profesores y maestros y, por hoy, me eximo de dar más la brasa, ahí va:


“La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: «Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.» Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser. La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.”




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